La Guarida del Astrónomo.

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En el mundo existen personas que padecen acrofobia, un mal que consiste en un miedo patológico a los lugares altos. Evitan las copas de los árboles y las escaleras del mismo modo que una persona normal rehúye las óperas o Pauline rehúsa el flan de coco. Odian las alturas. Luigi Lemonjello, el astrónomo jefe de Cant, no era una de ellas. Amaba las alturas con la pasión que otra gente profesa los pijamas de franela o a las palomitas recién hechas. Lemonjello se sentía feliz sin poner jamás un pie en el suelo, así que no sólo trabajaba, sino que también vivía en lo más alto de la torre más alta del castillo de Cant un lugar al que se accedía por una puerta que estaba en el suelo de sus aposentos.

Lucy y Pauline seguían sin comprender el extraño saludo del astrónomo cuando éste abrió la puerta. Al ver a las chicas en las escaleras ,debajo de él, el hombre se mostró tan perplejo como ellas.

-Señorita Cant-exclamó- yo... eh, bueno, quiero decir...

-Buenas noches, Lemonjello-saludó Pauline-¿Vais a invitarme a pasar?

-¡Como no! ¡como no! ¡Pasad, señorita Cant! Confío en que Su Señoría se encuentre bien.

-Tan bien como cabe esperar, gracias- respondió Pauline. Su vestido hacía frufrú sobre los escalones mientras subía hasta la cámara del astrónomo-Su respiración parece mejorar. Lo habríais visto en el banquete de esta noche, si hubierais asistido.

-Eh...sí, señorita Cant-dijo Lemonjello, tirando nerviosamente de los pliegues de su túnica negra-Estaba invitado, desde luego, pero hay que bajar todas esas escaleras, y...En fin, la noche es tan despejada que...

Lemonjello no llevaba zapatos, tan solo unos calcetines que , al no estar sujetos con ligas, formaban arrugas al rededor de sus finos tobillos. Era un hombre de mediana edad, muy bajito y menudo; no obstante pese a su reducido tamaño, había conseguido encontrar una túnica que no le llegaba hasta el suelo. Su cabello negro le brotaba de la cabeza en un revoltijo rizado, y los cristales de sus gafas eran tan gruesos que sus ojos quedaban reducidos a dos puntos minúsculos. Miró atentamente a Lucy mientras ésta entraba en la habitación.

-¿Y como se encuentra Tolomeo?-inquirió Pauline, examinando una jaula que colgaba desde el techo. En su interior, un loro estaba posado en la percha.

El pájaro graznó, moviendo la alas.

-Pues muy bien, gracias... Muy sano... -El astrónomo había retorcido tanto la túnica entre sus nerviosas manos que sus brazos quedaron expuestos casi hasta el codo-. Tengo la tetera en el fuego, señorita Cant-anunció-.De hecho, veo que ya echa vapor. ¿Puedo ofrecerle un té?

-Si, por favor -respondio Pauline-.¡Subir hasta aquí da mucha sed!

-Pues serviremos ese té.-Lemonjello se soltó la túnica y sacó una tetera del aparador -.¿Por qué no tomáis asiento, señorita Cant? ¿Y vos, señorita...?

-Lucy, señor-dijo ella.

Echó un vistazo a la estancia, pero no vió ningún sitio donde sentarse, aparte de la estrecha cama del astrónomo. La habitación era pequeña y, al ser redonda, no tenia esquinas donde disponer los escasos muebles. Un enorme escritorio con montones de mapas estelares y platos sucios encima, dominaba la cámara. En una mesita baja estaban el astrolabio y la regla de cálculo de Lemonjello, junto aun libro de hojas desgastadas titulado Loros: los imitadores de la naturaleza. En el armario se apilaban más libros, y en una de las ventanas la brisa hacia gemir suavemente un arpa eolia. Lucy se abrió paso entre todos esos obstáculos y se sentó en la cama; al cabo de un momento, Pauline se unió a ella.

-Y a que debo el honor de esta visita?-inquirió el astrónomo cuando hubo servido el té. Destapó un tarro con una etiqueta que rezaba «Alpiste», sacó unas tenacillas y echó un terrón de azúcar en cada taza. A continuación cogió un platillo con cada mano y llevó la tintineante loza a sus invitadas.

El Secreto del Castillo de CantDonde viven las historias. Descúbrelo ahora