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El hedor del tabaco se había fundido exitosamente con el aroma del café y juntos inundaban el ambiente con un perfume agrio y amargo; placentero al respirar, asfixiante al tragar.

El salón estaba lleno de extraños, de familiares y de amigos del protagonista de la mañana. En la esquina derecha, junto a la ventana que daba al patio trasero, comían unos cuantos adultos e intercambiaban puntos de vista diversos acerca de la política actual y de la economía mientras intercalaban sorbos de café, caladas de cigarro y bocados de emparedado. En la esquina izquierda se encontraban las plañideras, las mujeres ancianas de la familia, las hermanas del protagonista de la mañana. Sus mejillas húmedas resaltaban sus arrugadas y suaves pieles, y las pequeñas manchas rosáceas que las vestían. En torno a ellas se había abierto un foso conformado por pañuelos de papel usados. Algunos asistentes se acercaban para consolarlas, pero estas no querían compañía; lo dejaban bien claro con sus desplantes y malas miradas. Querían estar solas y apoyarse entre ellas en el duelo. En el centro, sentada en el sofá, estaba la nieta del protagonista de la mañana, rodeada de sus tíos, primos y de sus padres. Se sentía como si estuviera bajos los efectos de la anestesia, o de una droga paralizante muy potente. Estaba completamente enajenada observando el cenicero de jade. Todos a su alrededor parloteaban sin parar, discutían incluso y agitaban las manos en el aire con gesto hostil. Los cigarrillos, que esas manos violentas sostenían, se descomponían con cada movimiento y dejaban un rastro de ceniza candente en la alfombra. Aquello estaba enfadando a la nieta del protagonista de la mañana. Su abuelo odiaba que sus hijos fumaran, odiaba que la casa oliese a pulmón contaminado y quemado, odiaba que le ensuciaran los muebles con polvo negro y que los pelillos de la alfombra estuvieran extintos en algunas zonas, allí donde las cenizas candentes se habían depositado. La joven miró de mala gana a su tía, que estaba sentada junto a ella, con el cuerpo inclinado hacia delante en posición intimidante, y no dejaba de mover el brazo de un lado a otro, como un director de orquesta que ha enloquecido. La nieta había tenido que esquivar el cigarrillo siete veces. La nieta se prometió que si había una octava, lo cogería y se lo metería en la taza de café. Rodó los ojos hacia la cocina y luego se miró los dedos.

La gente se movía por el salón con total libertad, como si se estuvieran codeando en una fiesta elegante. Algunos reían y eso mosqueaba a la nieta del protagonista de la mañana. ¿Cómo se podían reír en una situación así? Aunque en el fondo ella sabía que ese enfado solo era la envidia disfrazada. Ella no sabía si volvería a proferir aquel sonido en algún momento de su vida. No le veía el sentido a volver a reír. 

Su tía la devolvió al presente cuando sintió el aire caliente del cigarrillo en su mejilla. La nieta se apartó rápidamente y miró a la maníaca que casi le quema la piel; estaba enfrascada en una acalorada discusión con su hermano, el padre de la nieta, demasiado ocupada como para reparar en que su mano sostenía un arma de fuego. Hablaban algo sobre herencias y gastos de entierro. Ella apartó de un manotazo a su tía y se levantó de mala gana. Sabía que la estarían mirando y que su tía le estaría dedicando su particular cara de asco, que reservaba solo para ella. No se soportaban mutuamente. Pero le daba igual. Quería salir de allí, no podía más. Necesitaba que aquel día acabara, o que no hubiera ocurrido nunca. Necesitaba meterse en la cama, llorar y despertarse en otra realidad, una en la que su abuelo siguiese con vida. Se irían a desayunar al castillo, caminarían por los jardines y su abuelo le contaría una vez más la historia de cómo se encontró a un soldado durmiendo entre sus rosales un día de otoño de hacía muchos años.

‒Pensé que era un ladrón y casi le atizo con mi bastón‒confesó su abuelo hacía meses entre risas y estertores.

Ella se reiría ante sus ocurrencias después de las anécdotas y luego volverían al castillo para jugar al ajedrez, ver la televisión para ponerse al día de las noticias, o leerían y luego intercambiarían opiniones.

Pero ella sabía que aquello no volvería a ocurrir. Nunca más. Y eso era mucho tiempo. Una cantidad insoportable de horas. Nadie había descubierto aún cómo traer a los muertos a la vida. Nadie había creado una pastilla que te concediera la inmortalidad. Ella pensaba que ya era hora, ¿no? Había que evitar que situaciones como esta se siguieran sucediendo día tras día, que el dolor se propagara como la pólvora. ¿Cuántas personas habría en su misma situación? Siendo víctima de burla de La Muerte. Siendo huérfana de abuelo. Huérfana de una persona a la que amas, despojada de su voz, de sus cariñosos abrazos y contagiosas risas.

Se dejó caer en el butacón del despacho que le habían dispuesto a su abuelo y miró fijamente su escritorio, estaba intacto, tal y como él lo dejó la última vez que estuvo allí. Se le puso el vello de punta. Al verlo así, lleno de libros, papeles pintarrajeados con números, un flexo antiguo, una máquina de escribir y decoraciones de lo más variopintas, daba la sensación de que no había pasado nada y de que en cualquier momento él cruzaría la puerta con un ramo de flores de chocolate y una sonrisa en la boca.

‒ ¡Mira qué han puesto por San Valentín en el supermercado! ‒exclamó su abuelo mientras le mostraba el ramo de chocolate. Ella recordaba haberse reído y haberse empachado posteriormente por tanta ingesta de chocolate. Su abuelo y ella prescindieron de cosas dulces durante casi tres meses. Luego, volvieron a hincharse. El chocolate es algo que no se puede eliminar de la dieta tan fácilmente.

Él jamás volvería a comer chocolate. El corazón le dio un vuelco a su nieta cuando ese pensamiento le cruzó la cabeza como una daga. Su mente parecía estar confeccionando las más dolorosas de las palabras sin dificultad alguna. Se preguntó dónde estaría esa agudeza lingüística cuando de verdad la necesitaba. No necesitaba que su cerebro se pusiera en su contra en ese momento.

El abuelo no solía salir nunca de su castillo, pero durante los últimos meses se había visto obligado a vivir allí con ella y con su hijo por temas de salud. Temas de salud que se habían solucionado de la peor de las formas. La muerte no debería formar parte de la ecuación de una enfermedad. ¿Por qué tenía que meterse ahí también? ¿Por qué no le bastaba con viajar en avión, barco, coche? ¿Por qué no le bastaba con colarse en los alimentos, en los animales? ¿Por qué tenía que saber de medicina? Ella estaba segura de que La Muerte era médica porque no se le ocurría nadie más que disfrutara tanto de los hospitales y de los centros de salud como a ella.

Sintió algo en la mejilla y cuando fue a rascarse descubrió que estaban húmedas. Había comenzado a llorar otra vez. Era casi incontrolable. Solo pensar en el asunto la hacía resollar y sollozar. Se acurrucó en el butacón y observó la máquina de escribir. Se acabaron las tardes ahí sentada viéndolo escribir su última historia, que había quedado inacabada. Su rostro se frunció en una mueca de frustración y tuvo que dejar de mirar.

‒La base de una buena historia es tener manos. Si no, ¿cómo la escribirías? ‒le dijo él, con voz carrasposa. Sus ojos estaban rodeados de piel morada.

Eso fue hacía tres días, antes de tener un acceso de tos que le hizo vomitar y que le cansó tanto que lo obligó a meterse en la cama. Lo sacaron anoche en camilla después de que ella lo encontrara cuando fue a llevarle la cena.

La puerta entonces se abrió. Era su padre.

‒Hija, ya está aquí el abogado. Quiere vernos a todos.

Él, al ver que su hija no daba señales de querer moverse ni asentía con la cabeza, decidió irse, pero dejó la puerta abierta.

Luna, que así se llamaba la nieta del protagonista de la mañana, se bajó a regañadientes del sofá segundos después. Había llegado el momento que más repulsión le daba; despedazar hasta la última cuenta bancaria del abuelo, arrancar cada propiedad y dividir las partes entre los hermanos como si fueran una bandada de buitres hambrientos que se reparten lo que queda de una cebra muerta. El cuerpo seguía caliente bajo la tierra del cementerio y ellos ya estaban como hienas, peleándose entre ellas, arañándose y soltándose improperios, combatiendo para ver quién se quedaba con qué porque al final eso es lo único que les importaba. El abuelo había sido solo el custodio de sus riquezas y ahora que por fin se había marchado, ellos podrían acceder a su tesoro con total libertad. Casi parecía que habían ansiado que este momento llegara y que habían recibido la terrible noticia frotándose las manos y soltando saliva por las comisuras. Luna preferiría tenerlo a él. La sola idea de haberse quedado sola en el mundo con aquella panda de descorazonados la hacía temblar y la animaba a acompañar a su abuelo en la eterna tranquilidad.

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