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‒El sistema de cableado está bien‒le dijo el electricista.

Ella, que estaba tomando café en la mesa, esa donde en antaño balanceaba sus piernas mientras su abuelo le contaba su primera historia de fantasmas, negó lentamente con la cabeza y se apretó los párpados con los dedos.

‒ ¿Y cómo explica que dos bombillas hayan estallado sin más?

‒Pasa más de lo que cree. Puede haberles entrado aire. Eso hace que se produzca una combustión. Las bombillas tienen el interior al vacío y al entrar en contacto con el oxígeno, pues pasan estas cosas. Otro motivo puede ser un cortocircuito, que el que la pusiera apretara más de la cuenta los casquillos al colocar las bombillas. O quizá todo se reduzca a que las bombillas no eran de muy buena calidad.

Ella asintió. Nada paranormal. Todo tenía una explicación perfectamente razonable. Menos mal.

«¿Y las puertas se golpean solas a sí mismas?».

‒Muchas gracias. Me quedo más tranquila. Temía que el sistema estuviera mal, tiene muchísimos años.

«Temía que el fantasma de mi abuelo, o del que sea que me está rondando, las hubiera hecho estallar».

‒Para nada, Luna. Está sorprendentemente bien. Diría que mejor que muchos de los sistemas que he visto en edificios más modernos. Su abuelo contrató a los mejores electricistas, no me cabe la menor duda.

Ella sonrió desganada. Tenía la mirada apagada. El electricista la conocía desde hacía años y no pasó por alto lo pálida que estaba, las ojeras, las venitas rojas en sus ojos que indicaban que llevaba noches sin descansar bien.

‒Quería darle el pésame. Siento lo ocurrido. Su abuelo era un hombre muy querido en el pueblo. Echamos de menos verlo por las calles o tomando café con sus amigos.

‒Gracias, Lewis. De verdad. Dele recuerdos a su madre de mi parte.

Cuando Lewis se hubo marchado, Luna invirtió una hora y media de su tiempo en contemplar la mancha oscura con forma de estrella que ocupaba ahora el lugar de las bombillas. Una parte de ella se había esperado que la vida fuese más mágica y que de verdad alguien del más allá hubiese hecho añicos las bombillas para hacerle saber que estaba allí. La noche anterior ella le había pedido a la Luna que avisase a su abuelo. Y una fracción de su alma, de la niña de doce años que vivía dentro de ella, había esperado que de verdad él hubiera venido y que esa hubiera sido su peculiar forma de comunicarse con ella.

‒Supongo que si hubieras sido tú de verdad no habrías roto las bombillas. Me habrías dado chocolate y me habrías consolado. Seguro que habrías sabido qué decirme para aprender a vivir sin ti cada día. Eres el único que sabría qué decirme.

Sin embargo, la vida era mucho más simple. Quizá él estuviese en otro plano existencial de la realidad cebolla, pero, ¿de qué le servía si no podía verle ni abrazarle? Aunque no era el caso porque al final, con los años, había comprendido que la fantasía es solo un producto de aquellas almas inconformistas que esperan que el mundo sea un lugar cargado de fenómenos inexplicables, donde nadie muere eternamente, donde las criaturas sobrenaturales viven en otro mundo, donde la magia es parte de la vida. Quizá la teoría de la cebolla fuera cierta, pero no había forma de demostrarla y por eso odiaba con toda su alma lo simple, lo plana e insignificante que era la realidad. Solo pasan cosas emocionantes si tú así quieres que ocurran. Al final cada uno es dueño de lo que ve y responsable de lo que pasa. La realidad es mágica si tú te pones esas lentes y quieres verlo así. Pero ella se las había puesto y ahora la aburrida realidad se las había quitado de un manotazo.

Se vio tan abrumada que decidió salir un rato a los jardines. Aquel día había amanecido nublado, pero no tenía pinta de que el cielo fuese a quebrarse ni había nubes de tormenta. Había una claridad casi cegadora. Al mirarla, los ojos dolían hasta que se acostumbraban.

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