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‒Ya era hora‒le espetó su tía Marceline antes de darle una nueva calada al cigarrillo y fruncir el labio superior.

Luna tomó asiento donde su padre le indicó y dirigió una mirada impávida al abogado, que estaba de pie frente a la chimenea y rebuscaba algo en su maletín. Luna creyó que estaba algo estropeado, que él debía invertir en un nuevo maletín. El cuero estaba completamente arañado por las esquinas. Aunque seguro que le pagarían bien con el dinero de su abuelo así que pronto tendría el último modelo en sus manos. Aquel pensamiento la hizo enfadar porque estar enfadado es mucho más fácil que abrazar la tristeza.

El abogado extrajo un papel. Luna reconoció la caligrafía de su abuelo.

‒Antes de comenzar, quisiera darles mis condolencias‒dijo el abogado con tono condescendiente. Luna odiaba que sintieran pena por ellos, cuando la única que de verdad estaba sufriendo era ella. A los demás se les caía la baba esperando saber qué habían heredado, parecían perros a los que su dueño tienta con un buen filete‒. El señor Wardwell no ha dejado ningún cabo sin atar. No ha quedado en vuestras manos el dividiros la herencia. El señor Wardwell sabe que «habría sido una cacería si hubiese dejado todo su patrimonio en vuestras manos». No son mis palabras, son las suyas‒dijo, alzando la vista del papel‒. Me pidió expresamente que os lo dijera.

Luna no fue consciente, pero esbozó una sonrisa de orgullo. Alguien en la sala resopló.

‒Bien. Pasemos a lo importante‒continuó diciendo el abogado y leyó de nuevo‒. El señor Wardwell ha dejado un fideicomiso para sus nietos Abra y Castriel Harrigan que cubre sus estudios universitarios y sus residencias durante esos años.

Los hermanos mellizos se miraron con una sonrisa y ojos maquiavélicos. Ellos también parecían contentos con la muerte del abuelo. A Luna se le revolvieron las tripas.

‒Para su hija y su yerno, Marceline y Andrew Harrigan, ha dejado una suma de 100 000 dólares que pronto será ingresada en sus cuentas. Espera que «con eso paguen sus deudas y puedan vivir sin una soga al cuello».

El abogado los miró por encima de las gafas. Marceline le dio otra calada al cigarrillo, en sus mejillas traslucía el rubor de la vergüenza.

‒Gracias, papá, por tu puta discreción‒susurró, sin éxito, Marceline y echó el humo por la boca.

‒Para su hijo y su nuera, Wyatt y Hazel Wardwell, ha dejado una suma de 150 000 dólares y un seguro contratado que cubre todos los gastos del tratamiento del pequeño Jeremiah. Así como os ha cedido la casa de la playa. Él mismo asegura que «el mar y el agua salada en el aire son lo que mi pequeño Jeremiah necesita para aumentar su fuerza y prolongar su dulce vida».

Marceline y su marido miraron con cierto retintín a los susodichos. Hazel no pudo contener las lágrimas de emoción y abrazó con fuerza a Jeremiah, que le dio un beso en la mejilla. Tenía siete años y no entendía muy bien todo aquel alboroto, pero siempre que veía a alguien llorar su respuesta natural era colmarlo de besos y abrazos. El pequeño miró a Luna y ella le sonrió con cariño. Ojalá el tratamiento curara la leucemia del pequeño, era la luz que la familia necesitaba, el rayo de positividad que su abuelo tenía y que él transmitiría al resto del linaje.

‒Para su otro hijo y su nuera, Atlas y Evelina Wardwell, ha dejado la casa de Suiza. «Sé cuánto os gusta esquiar y cuanto os gusta la cabaña. Sé que está en buenas manos con vosotros y quiero que siga en la familia. Cuando vayáis, llevad siempre una foto mía, así podré ver la nieve desde donde esté».

A Luna empezaron a temblarle las piernas. No sabía muy por qué, quizá porque le preocupaba que nadie se quedara con la casa del abuelo, con sus borradores, sus libros, sus obras favoritas, con sus pertenencias más queridas. Quizá él las había puesto en venta el mismo día en que le dijeron que no podría seguir viviendo solo, pero no habría querido decírselo para no preocuparla ni entristecerla. Entonces Marceline explotó de repente y el ambiente se caldeó. El abogado, que se había agachado para guardar el papel y para extraer otra cosa, se sobresaltó y casi se le cayó todo al suelo.

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