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Luna se bajó de la furgoneta y sus botas se hundieron en el húmedo césped emitiendo un crujido acuoso. Tiró la cabeza hacia atrás y contempló la magnitud del castillo, como sus muros escarpados y sus torreones recortaban el cielo. Los muros oscuros habían sido vestidos por más madreselvas desde la última vez que estuvo allí. El cielo mortecino tronó y una fría brisa acorraló a Luna, que se apretó el abrigo en torno a su cuerpo.

‒ ¿Qué vas a hacer tú sola con todo esto? ‒le preguntó Orion, su mejor amigo y dueño de la furgoneta que había ayudado a transportar sus cosas.

Ella fue hacia la parte trasera del vehículo, desde donde él le hablaba, y le ayudó a descargar las cajas que contenían toda su vida. En total eran unas diez. Todo lo que necesitaba estaba ya dentro, por todas partes. Incluso tenía habitación propia, era la única nieta que la tenía. Estaba llena de regalos que su abuelo le había hecho durante los años. Había ropa, películas en vídeo, un ordenador de mesa y cientos de libros.

‒Disfrutar, Orion. Limpiaré un poco, aunque por suerte el equipo de limpieza ha recibido un buen pago por parte del abuelo y permanecerán aquí hasta que, o bien muera yo, o bien mueran ellos. El abuelo le ha dejado parte de su patrimonio a muchos.

‒Y, ¿aparte de limpiar? ‒dijo con los dientes apretados; estaba haciendo fuerza para sacar una caja que pesaba un quintal‒. ¿Qué hay aquí, en serio? ‒preguntó con voz asfixiada cuando la depositó en el suelo.

Ella sonrió.

‒Libros.

‒ ¿Más? Hay como tres cajas llenas.

‒Y pocas me parecen.

‒Déjame adivinar: a parte de limpiar, leerás.

‒Ajá. Y pasearé por los jardines. Cocinaré. Veré películas. Haré lo que me dé la gana, como solía hacer cuando venía aquí. Mantendré vivo el espíritu de mi abuelo. No tendré que darle a nadie explicaciones de nada. Libertad total y encima no tendré que ver a mi familia nunca más. Voy a ser feliz, o al menos voy a vivir en paz. El abuelo me ha dado el regalo más grande todos; la libertad.

‒Sí, el castillo es grande‒comentó burlón mientras contemplaba la imponente fachada.

Ella le dio un puñetazo en el hombro antes de coger una caja y adentrarse en el castillo.

‒ ¡Joder! Qué puto frío. Espero que te hayas traído un anorak para cuando tengas que cambiar de estancia o un día te encontraré dentro de una esquirla de hielo.

‒No seas exagerado. La parte más fría es la entrada. Hay tuberías por el interior de las paredes que conducen el calor de las chimeneas a todas las estancias. No he pasado frío aquí ni un día de mi vida‒aseguró con una sonrisa de oreja a oreja.

‒Si tú lo dices... Vendré a comprobarlo de todas formas. No voy a dejar que estés aquí todos los días sola o te acabarás volviendo loca.

‒Como psicólogo no deberías decir esas cosas‒dijo burlona.

‒Ahora te hablo como amigo, no como profesional.

‒Puedes venir siempre que quieras. Podemos dejar las cajas aquí ‒comentó depositando una en el suelo. Después se quitó el polvo que se le había adherido a las manos dando pequeñas palmadas‒. Yo las iré llevando a las distintas estancias tranquilamente. Sé que tienes que entrar a trabajar pronto.

Él asintió con la cabeza. Miró todo por última vez y luego la miró a ella.

‒ ¿Seguro que estarás bien?

Ella rodó los ojos, puso sus manos en la espalda de Orion y lo empujó hacia fuera.

‒ ¡Sí! ‒exclamó alargando pesadamente la vocal‒. Te lo prometo. Y ahora vete, llegarás tarde. Ya has visto en qué estado están las carreteras aquí. Como te pille la tormenta, acabarás atrapado en el fango.

Él emitió una suave carcajada y exhaló por la nariz. Una vez estuvieron fuera, se volvió hacia ella, sorprendiéndola.

‒Sabes que puedes llamarme cuando lo necesites. Ahora sí te hablo como profesional. Estabais muy unidos y puede que verte aquí sola sin él... ‒Lanzó una mirada rápida tras Luna y luego la miró a ella‒. Puede que sea más duro de lo que crees. El duelo es un gran actor y te puede convencer de que todo está bien, mejor de lo que pensabas, pero cuando da la cara... ‒Suspiró‒. ¿Me prometes que me llamarás si sientes que se te echa todo encima? No quiero que esto se convierta en algo que...

‒Te prometo que te llamaré. Ahora vete, tus pacientes te esperan.

Ella le dio un beso en la mejilla y le apretó el antebrazo en gesto fraternal. Él asintió. No le gustaba dejarla así, pero si lo que ella necesitaba era estar sola, tenía que corresponderle ese deseo. Cada uno vive el duelo de una forma.

Cuando el portón se cerró, la entrada se oscureció considerablemente. Luna se acercó entonces a las ventanas y descorrió las cortinas. Se despidió de Orion una vez más y luego se volvió hacia las escaleras. Respiró hondo y cerró los ojos. Echó a andar a ciegas y se abrazó a sí misma. Le gustaba sentir el peso del castillo sobre su cuerpo, su fría humedad, su olor a papel, a madera. Una vez el motor de la furgoneta se perdió en la distancia, el silencio se hizo eco del lugar. No se oía absolutamente nada. Se le puso el vello de punta.

‒Bueno, cuanto antes empiece a guardar cosas, antes podré sentarme a leer.

Se agachó, cogió una caja y se dirigió hacia los escalones. Empezó a subir, pero el temor de caerse hacia atrás por no poder ver donde ponía el pie la poseyó. Dejó de andar, subió un poco la caja y bajó la vista hasta sus botas. Luego comenzó a ascender de nuevo, despacio, vigilando cada paso. Cuando llegó a lo alto de las escaleras, soltó la caja en el suelo y estiró la espalda. Notaba los brazos entumecidos, como si ardieran. De pronto, una extraña visión le heló la sangre.

Giró bruscamente el cuello en dirección al pasillo. Juraría que había visto por el rabillo del ojo una sombra moverse. Mantuvo la mirada fija en la puerta del fondo hasta que lo creyó oportuno. Negó lentamente con la cabeza y agarró de nuevo la caja. Seguro que había sido un poco de polvo. Quizá un bicho que había volado muy cerca de su cara, aunque no había oído un zumbido ni un aleteo... Bueno, quizá había sido el movimiento oscilante de una cortina. ¡Ya está! Seguro que era un miembro del servicio que había ido a prepararlo todo para ella. Y con todas esas hipótesis positivas echó a andar hacia su cuarto. Sí, pensaría en esas opciones. Pensar en fantasmas o monstruos no era prudencial en una situación como aquella, y mucho menos normal. Nadie en su sano juicio pensaría en fantasmas al ver una sombra, ¿verdad? No. No. Aunque aquello era un castillo después de todo... Un lugar antiguo, con historia. Su abuelo le había hablado de ello en incontables ocasiones. Se lo había contado todo sobre las batallas medievales que habían tenido lugar en los campos que rodean el castillo, las guerras, los asaltos al castillo para saquear a la familia que habitaba allí, sus antecesores. Pero, ya no podía colarse nadie, ¿verdad? Claro que no. El castillo tenía las últimas medidas de seguridad, su abuelo se había asegurado de ello. Al fin y al cabo había vivido allí solo, no podía arriesgarse a recibir visitas indeseadas durante la noche.

Llevaba días sin dormir bien así que seguro que se lo habría imaginado todo por el agotamiento.

Sin embargo, Luna, movida por el miedo aunque no lo quisiera reconocer, corrió hacia su habitación y dejó la caja. Por un momento se cuestionó si podría repetir aquel proceso con las otras nueve cajas. Dudó si sería capaz de vivir allí, de pasar la noche sola. Sola. Cualquier cosa se volvía negativa cuando entraba en su mente.

Cuando la décima caja tocó el suelo de la habitación, Luna cerró la puerta de su cuarto con pestillo y puso una silla delante de la puerta, por si acaso.

‒Eres idiota, Luna. ¿De quién te escondes? Aquí no hay nadie.

Y eso era lo que más la aterraba. Si no había nadie, ¿por qué demonios había visto algo moviéndose al final de ese pasillo?

Cogió su teléfono móvil, se aseguró de que el volumen estuviese al máximo y puso la primera lista de reproducción que apareció en una aplicación de música. Una vez la música hubo inundado el ambiente y sufragado su miedo, se sintió más tranquila. Así que se recogió el pelo, se remangó el jersey y tomó asiento en la alfombra frente a las cajas de cartón.

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