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Había batido su propio récord. En media hora había conseguido colocar todo lo que había traído en esas cajas. Quizá fuese por el miedo irracional de que no estaba sola en aquella planta. Quizá fuese la música un motor desconocido que acelera el ritmo humano. Fuera como fuere, para las ocho de la tarde ya había terminado y se propuso a darse un baño. A eso de las nueve bajó a la cocina. Su abuelo no había dejado nada de comida, evidentemente. Se llevó todo consigo cuando fue a vivir con Luna y sus padres para evitar que se echara a perder. Sin embargo, Luna había sido previsora y se había llevado un menú de su restaurante favorito. Sí, llevaba horas enfriándose, pero con un paseo por el microondas sería como si acabaran de servírselo, como recién salido de cocina.

Mientras el plato realizaba piruetas y giros dentro del microondas, Luna preparaba la bandeja que se llevaría al salón.

Le dio un tirón en el cuello, otra vez. Había contado cinco. Tendría que haber sido menos bruta al desempacar las cajas. Se llevó la mano a la zona y luego se acercó a los armarios que había sobre el fregadero. Su abuelo era prácticamente un boticario. Tenía medicamentos para dar y regalar, para salvar a una legión de soldados heridos si se daba la ocasión de que estos llamaran a la puerta pidiendo ayuda.

‒Aquí estás.

Agarró el pastillero y una caja de bolsitas de manzanilla.

‒Creo que te necesitaré para dormir‒le dijo a la manzanilla.

El microondas emitió un pitido y la pastilla se deslizó por la garganta. Al sacar el plato y colocarlo en la bandeja, algo le vino a la mente...


Una tarde, cuando aún no era más que una cría de doce años, Luna se encontraba sentada sobre la mesa de la cocina y movía las piernas hacia delante y atrás. Su abuelo terminaba de hacer la cena en el fogón de gas.

‒ ¡Qué bien huele!

‒Es el ajo, Luna. El aroma que despide esta verdura es de digno reconocimiento. Además, espanta a los monstruos.

Luna rodó los ojos.

‒Los monstruos no existen, abuelo.

‒Oh y tanto que sí existen, lucero. Pero como tenemos ajo, aquí no pueden venir.

Se volvió y se la encontró sonriendo. Él imitó el gesto.

‒ ¿Y qué pasa con los fantasmas, abu? Ellos no pueden oler los ajos.

‒ ¿Fantasmas, eh?

Se volvió hacia ella con una ceja arqueada.

‒ ¿Eres lo suficientemente mayor para saber la respuesta?

‒ ¡Pues claro! Mamá ya me deja ver películas de miedo con mis amigas en el cine.

‒Oh, estoy ante toda una adulta. Discúlpame. Pues bien. En este castillo hay fantasmas, lucero. Claro que los hay.

‒ ¿Qué? ‒preguntó con voz estridente.

Él la oyó bajarse de la mesa. Al segundo la tenía abrazada al pecho. No se pudo contener la risa.

‒ ¿No eras una muchachita valiente?

‒Y lo soy.

‒Ya, ya.

‒ ¿Son malos? ¿Te tiran las cosas?

‒ ¡Oh, no! Están de paso. Aquí viven las almas de todos los que han pasado por aquí alguna vez. ¿No has oído eso de que la realidad es como una cebolla?

‒ ¿Porque huele mal?

Aquello le robó una carcajada a los dos.

‒No, no. Aunque en ocasiones, sí. A lo que me refiero es a que, como tú sabes, las cebollas están conformadas por capas.

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