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Acababa de cortar la llamada con su exitosa hermana que tenía su exitosa carrera médica en la exitosa Australia.

Tanto éxito le impedía a su hermana notar que si la llamaba a las 4 de la tarde australiana, entonces la despertaba a las 4 de la madrugada argentina. Le habló una hora y media acerca de un exitoso australiano que le gustaba, y Sara sólo podía bostezar y adormilarse soñando con exitosos canguros. Cuando el chisme terminó, su hermana se dedicó a regañarla por perder el trabajo y no avanzar en la carrera y después se despidió rápidamente.

Ahí fue cuando Sara bostezó por décima vez, comprobando que debería levantarse para estudiar para el próximo parcial de Química, pero era más tentador seguir durmiendo.

Por supuesto se despertó al mediodía, y en apenas una hora tuvo que comer lo que encontró en su heladera despoblada, también cambiarse, correr para tomar el colectivo y llegar a tiempo a cursar Álgebra.

Había perdido otra mañana valiosa que pudo aprovechar para estudiar, buscar trabajo y hasta bañarse, pero no tenía mucho sentido hacerlo porque encontró que tanto su padre como su hermana tenían razón. Lo mejor era volverse a Chivilcoy a trabajar de cualquier cosa, y dejar esa carrera que la aburría y sólo producía gastos en la familia.

En realidad le gustaba el hecho de crear y analizar alimentos, pero todas las materias eran pesadas, odiaba matemáticas, los profesores parecían empeñados en desaprobarla hasta por respirar, y no hizo muchos amigos en los dos años que llevaba cursando. Sólo estaba Fran con quien se había resignado a no tener esperanzas, y un par de chicas que no eran amigas sino sólo compañeras.

En su pueblo tenía a sus amigas de siempre, a quienes extrañaba cada día más, así que la idea de dejarlo todo en Luján y volverse era más que tentadora.

-Ni se te ocurra.

Miró a ambos lados. En la parada de colectivos no había nadie, sólo un gato gris que veía los autos pasar poniendo mucha atención y moviendo sus orejas ante el chirrido de frenos y bocinas.

-¿Perdón? -dijo Sara, y una anciana que pasaba a su lado con un carrito de compras la miró. Ella le sonrió, simuló hablar por celular.

-Ni se te ocurra irte -repitió el gato, sin dejar de observar la calle-. Vamos a perder a uno de nuestros dos colaboradores humanos y eso bajará nuestro estatus como ciudad. Hay otras jurisdicciones con más humanos y eso nos afecta.

Tuvo que pestañear varias veces. La cosa era que ahora no sólo podía hablar con ellos sino que también leían su mente. De otra forma ese gato no podría saber lo que ella pensaba acerca de dejar la carrera.

Lo otro que llamó poderosamente su atención era que al parecer los gatos tenían un lío burocrático que ella pensó propio de los humanos.

Meditó lo que estaba pasando por un par de minutos en los que el gato parecía hecho de porcelana, estático. Le chistó pero el animal siguió con sus ojos concentrados en la calle, así que se cruzó de brazos.

-Ey, necesito saber algo. ¿Qué me van a dar para que no me vaya?

Fue el felino quien esta vez meditó unos instantes. Después negó con la cabeza, despacio.

-No estás en condiciones de pedir nada.

-¿Eh? 

Era el colmo, parecía como si estuviera tratando con un mafioso.

-Ay, Lunes tenía razón...

-Pará, ¿lo conocés a Lunes? -se puso en cuclillas junto al animal, y aunque su colectivo llegó y frenó junto a ella, decidió no tomarlo. Era mucho más importante escuchar lo que ese gato gris tenía para decirle.

La chica de los gatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora