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-No llores. Yo me voy a quedar con vos.

Miró con atención al gato que seguía restregándose contra ella, y ahí se dio cuenta que ya no lloraba y que estaba sentada en medio de la vereda angosta, con la gente tratando de esquivarla. Un chico directamente la insultó para que se moviera de allí, y con dificultad, Sara se levantó, usando como apoyo el estuche de la guitarra. El gato continuó con sus amorosas caricias, pero ella se sacudió la ropa, ignorándolo.

-Voy a cuidarte -insistió el felino, y ella dejó de limpiar su pantalón y sólo se encogió de hombros. Lo miró, llevaba un collar verde como sus ojos amables, y su calidez era idéntica a la que Roque le entregaba cuando ella se sentía mal.

Pero ya no quería saber ni de gatos, ni de Roque, ni de Lionel, ni de guitarras.

Quería desaparecer, porque de un oído a otro todavía rebotaban las palabras de esa chica salvaje y fea, que aún así era la novia del chico del que ella estaba enamorada. Ya nada tenía mucho sentido, y hablar con gatos nunca lo tuvo.

-Realmente no me importa si alguien me cuida o no -respondió a la mirada dulce de aquel animal, y se puso la guitarra al hombro y echó a andar.

Cruzó la calle Francia sin mirar aunque era una de las más transitadas. Ni siquiera escuchó la frenada del colectivo 501, porque cuando el vehículo lo hizo, ella ya estaba en el piso. Sólo escuchó el estruendo de la madera de la guitarra partiéndose contra su espalda, y de repente no fue un día soleado, sino que todo se volvió negro.


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Ya no podía seguir mintiendo. Las excusas y actuaciones delante de sus padres se desmoronaron ni bien la metieron en esa cama del hospital, con la pierna izquierda rota, el hombro derecho dislocado y varios magullones por todos lados. La preocupación inicial se disolvió ni bien su madre metió la nariz donde no debía, avisando a Ángela que "la pequeña Sara" no podría trabajar porque estaba internada después de que "un colectivero atolondrado la atropellara". La mujer enseguida supo que su hija estuvo a punto de perder el trabajo por irse por ahí con un chico y un gato y, presionada por las preguntas, Sara terminó confesando la verdad.

Le siguió un largo monólogo de su padre, desconfiando de cada cosa que ella dijo alguna vez. El hombre en poco rato terminó de averiguar que Sara estaba libre en todas las materias, y que según las cámaras de la municipalidad, el colectivero hizo todo bien, por lo que la atolondrada era su hija.

Ni bien le dieron el alta, su padre fue categórico: debía juntar todas sus cosas y volver a Chivilcoy. No había más departamento, no había más universidad. Buscaría un trabajo en su ciudad, y dejaría de generarle gastos a la familia.

-Tu hermana nos estuvo ayudando, con eso pagamos el alquiler de tu departamento este mes -la mirada decepcionada de su madre, sumada a esas palabras, hicieron que Sara comenzara a llorar por quinta vez en el día.

Nunca sería como su hermana, ni como nadie, básicamente porque era nadie.

Con dificultad porque todavía no sabía usar las muletas, subió las escaleras hasta su departamento, y comenzó a meter algunas pertenencias en cajas. Tenía todo ese día para hacerlo, mientras sus padres hablaban con el abogado para que retirara los cargos contra el colectivero y pagaban las últimas cuentas de la casa.

-Lo siento mucho.

Sara apenas miró a Jueves. Dobló un par de medias y lo metió en una bolsa plástica.

-No era así lo que planeamos.

-No importa lo que quisieron hacer, yo arruiné todo. Como siempre.

-¡No es así! Todos los días atropellan gente.

La chica de los gatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora