CAPÍTULO 7. EL LABERINTO DE LOS ESPEJOS

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De regreso al castillo, el Laberinto de los Espejos se extendía ante mí como un enigma insondable, sus pasillos serpentinos reflejando la incertidumbre de mi propia existencia. Cauteloso, me adentré en la red de reflejos que prometía revelar verdades ocultas en la penumbra.

Cada espejo era una puerta a una realidad distinta, una versión única del Alucard que se desplegaba ante mis ojos carmesíes. En uno, me veía como el cazador implacable, con la sed de justicia ardiendo en mi mirada. En otro, la sombra de la bestia interna se insinuaba, susurrando secretos oscuros en la penumbra.

Mis pasos resonaban en el laberinto, y cada cruce de caminos ofrecía un nuevo reflejo de mi existencia inmortal. ¿Cuál de todas esas imágenes era la verdad, y cuál era la ilusión? La respuesta, como las sombras que danzaban en las paredes, escapaba a mi comprensión.

Las distorsiones de la realidad se multiplicaban a medida que avanzaba, cada espejo revelando un fragmento de mi identidad inmortal. ¿Era yo un cazador o un monstruo, un héroe o un villano en la danza interminable entre la luz y la oscuridad?

El eco de mis propios pasos se mezclaba con las risas siniestras que resonaban en el laberinto, como si los espejos guardaran secretos más allá de mi comprensión. En uno de ellos, vislumbré la figura de Bram Stoker, su presencia como un fantasma del pasado que se entrelazaba con mi propio destino.

La incertidumbre se volvía palpable en el aire, cada reflejo un recordatorio de las dualidades que yacían en mi ser inmortal. La línea entre la realidad y la ilusión se desvanecía en el misterio de los espejos encantados.

En uno de los recodos del laberinto, un espejo reveló una visión sorprendente. Mi rostro, pero con la apariencia de un hombre más joven, con la mirada de quien aún no había conocido la pesada carga de la eternidad. ¿Era ésta la clave de mi búsqueda? ¿El origen de la maldición que me ataba al destino?

A medida que avanzaba, los espejos mostraban momentos de mi existencia que creía olvidados. Imágenes de batallas pasadas, rostros que habían cruzado mi camino y lugares que resonaban con susurros de la eternidad. El laberinto se volvía un viaje a través de los recuerdos, cada espejo desentrañando capas de mi propia historia.

En el corazón del laberinto, me encontré frente a un espejo que reflejaba mi imagen actual. Los ojos carmesíes, la melancolía que yacía en lo más profundo de mi ser, todo estaba allí, sin distorsiones ni engaños. Por un instante, me enfrenté a mi propia verdad, a la amalgama de luz y sombra que constituía mi existencia inmortal.

El Laberinto de los Espejos, aunque encantado y caprichoso, había cumplido su propósito. Me dejó con más preguntas que respuestas, pero también con la certeza de que mi viaje apenas comenzaba. La próxima etapa aguardaba en las sombras, y los espejos, con sus secretos y misterios, quedaban atrás como testigos silenciosos de mi búsqueda eterna.

***

El eco de mis pasos aún resonaba en el laberinto cuando una presencia ominosa se manifestó ante mí. Bram Stoker, convertido en el Conde Drácula, emergió de la oscuridad de un espejo como una sombra ancestral. Su mirada carmesí perforó la penumbra, y su presencia era un recordatorio de la intrincada red de conexiones que tejía el destino inmortal.

—Alucard, mi vástago —susurró Drácula con voz melódica, su tono un eco del pasado que reverberaba en los corredores del laberinto—. ¿Crees que puedes escapar de las ataduras del linaje que compartimos?

El Conde Drácula avanzó con elegancia, su figura envuelta en la majestuosidad de la oscuridad. Cada paso resonaba como el latido de un corazón que había atravesado los siglos. A su lado, surgía la imagen distorsionada de Bram Stoker, como un reflejo que titilaba entre la realidad y la ficción.

Alucard: El Legado OscuroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora