•|Capítulo 11|•

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En medio de la penumbra, y en ningún lugar.

Ya no valía la pena esperar a que su vida mejorara. Su maldito acento convertía a todos a su alrededor en enemigos mortales. Ya la habían llamado espía, le habían escupido, la habían insultado y hacía dos meses la habían violado. Dejó de ir a Juilliard después de este último suceso, pues la ruptura con Nathan y su retiro de The Drifters había sido una noticia que se multiplicó igual que una plaga en el conservatorio, y no podía darse el lujo de mirar a nadie a la cara y decir "¡Mirenme! Fui abusada por mi ex-novio y ahora soy la guitarrista más talentosa, hermosa y feliz del conservatorio"; no podía, porque se había convertido en la persona más arruinada, infeliz y descuidada de toda Nueva York.

Cada fin de semana, compraba anfetaminas. Inicialmente compró un par, luego tres, luego cuatro, y luego una para cada día de la semana, hasta terminar consumiendo tres o cuatro al día, pues las tormentas en su cabeza la obligaban a tomarlas para desvanecerse del mundo al menos por un momento.

Desvanecerse del mundo. Desaparecer para esconderse de los demonios que le quitaban el sueño. Parecía una idea tan irreal, pero tan cercana, que podía sentir el alivio de la muerte respirándole en la nuca. 

Era diciembre, y durante cada segundo de su vida, su alma le pedía a gritos acabar con todo. Era una carga para su madre, un estorbo para los estadounidenses, un juguete para sus "amigos" y ex-novio, y una cucaracha que cualquiera pudiese aplastar. ¿Qué demonios estaba esperando? ¿A que alguien, después de enterarse de su nacionalidad, la empujara a una avenida para que la atropellara un auto? ¿A encontrarse a Nathaniel en la calle y que la violara otra vez?

Ese hijo de perra. Maldito imbécil.

Se tragó un grito de ira.

La vida la había traicionado. Los hilos de su confianza habían sido cortados con una daga.  

Pero era su culpa por decidir confiar en la gente. Era culpa de su madre por haber decidido traerla al mundo. 

Todo a su alrededor era un pozo de penumbra del que no había ninguna salida.

O tal vez, sí la había.

El suelo del baño de su apartamento era frío. Las baldosas la abrazaban con un toque helado mientras recibían las lágrimas de rabia que derramaban sus ojos. 

Miró hacia arriba, aturdida por el tenue rayo de sol que se asomaba por una esquina de la ventana que no estaba cubierta por la cortina con diseño de flores amarillas y girasoles. Ver un poco de color y luz en medio de la oscuridad atenuó un poco el huracán de pensamientos que la habría tumbado al suelo pocos minutos atrás.

La chica se giró para observar la bañera. 

Y entonces, tuvo una idea.

Con el último atisbo de fuerza que le quedaba en su tembloroso cuerpo, gateó hasta tocar con sus manos el mosaico que cubría la cerámica de la bañera, y se impulsó con él para meterse en la misma, y abrió el grifo mientras intentaba controlar su respiración entrecortada. Se detuvo un segundo para observar su mano: Tenía la piel más pálida que nunca. No se había percatado de ello, pues esa semana, a escondidas de su madre, se deshizo de todos los espejos que encontró en su casa, pues su propio reflejo le provocaba arcadas.

No le importó tener su ropa puesta. Apostaba a que si encontraban su cadáver desnudo la iban a violar muerta de todas formas.

Reposó su cabeza en el mosaico, y relajó su cuerpo, como no había podido hacerlo durante los últimos dos meses. El denso sonido del agua saliendo del grifo la llenó de una paz que jamás imaginó sentir, escuchando en cada gota una canción ahogada entre el silencio. Su respiración agitada finalmente se reguló y sus manos dejaron de temblar. Las paredes ruidosas de su mente se desmoronaron, y el agua comenzó a abrazarla como un manto tibio. 

Llevó sus pensamientos de odio y de rabia a un lugar recóndito de su mente, la cual le dio lugar a los recuerdos vagos que tenía de su padre. Por un momento, parecía como si estuviera allí, junto a ella, mirándola con sus ojos tiernos y compasivos. 

Miró hacia el techo, como buscando un atisbo de esperanza en medio del agua, que ya le cubría el abdomen. Recordó aquella escena en la que se encontraba en aquel bar subterráneo en el que su padre solía tocar. 

Vio la sonrisa de Maxim, que reflejaba la pasión que sentía por alzar su voz en nombre de la justicia. Escuchó su voz, un estruendo que demostraba valentía y que contagiaba a todos con una tenacidad innegable. 

Pero también escuchó los gritos, los pasos apurados, el intento de su madre por calmarla. Escuchó su nombre salir de los labios de su padre, que en medio de la algarabía, bajó de la tarima, e intentó defenderla de un soldado que la golpeó con una porra y la tumbó al suelo. 

Escuchó a su madre implorar para que no se lo llevaran, pero escuchó también el silencio proveniente de aquellos que privaron a Maxim de su libertad. 

Y entonces, miró hacia arriba. Entrecerró los ojos intentando encontrar esperanza dibujada en el techo, y por primera vez después de doce años, elevó una plegaria, cargada de una sinceridad que nacía desde la tristeza más profunda de su alma.

—Oh, Dios... Ten piedad de mí.—Jadeó, sintiendo en el pecho la presión del agua que ya le llegaba hasta la clavícula.—Te ruego que me dejes verlo una vez más.

El eco del silencio le martilló los oídos en una incertidumbre que la rodeó de luto. Tomó su último aliento, que quedó suspendido en el aire junto a sus palabras.

Y entonces, sumergió la cabeza, y sus pensamientos quedaron disueltos en el agua junto a sus lágrimas amargas.

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⏰ Última actualización: Sep 08 ⏰

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Armonías Incompletas | ElianDonde viven las historias. Descúbrelo ahora