Prospect Park South, Nueva York - 1964
La calle Albemarle se extendía como un río justo delante de sus pies. Cada escalón gris que bajaba para llegar a la acera era como un recuerdo que se desdibujaba detrás de él, y la voz desgarradora de su madre le hacía eco en los oídos y le martillaba el pecho. Avanzó entre los baldosines que formaban el camino hacia la mansión y giró la cabeza por encima de su hombro.
En algún momento hubo alegría detrás de las paredes y columnas blancas, debajo de los tejados azules y a la vista de los ventanales que debían cubrir con cortinas para mitigar las luces de los destelladores de algunas cámaras, cuyos dueños tenían el suficiente tiempo libre como para intentar tomar un nuevo y escandaloso titular del New York Times desde la acera. Las sonrisas se les habían sido arrancadas del rostro como el campesino que saca la maleza de sus tierras y la tira a arder en ferviente fuego, y la privacidad les fue burlada cuan ladrón que escapa de una cárcel.
Cameron dirigió su mirada hacia la puerta. Se preguntó qué estaría ocurriendo en ese momento allí adentro. ¿Acaso estaba su madre intentando llegar a la puerta para perseguirlo? ¿Acaso Benedict había logrado calmar a la histérica mujer? No lo sabía, pero su respiración aún era rápida y cortada, como si acabara de despertar de una pesadilla sangrienta y cruda. Su situación no fue sangrienta ni cruda, pero sí fue inminente y anticipada. La caída de los Loughty había sido el titular más frecuentado en los periódicos de las últimas semanas, pero ningún paparazzi o periodista demente sabía que Cameron, apenas con una valija en la mano y un abrigo negro sobre la manija, estaba escapando de una situación que carcomía sus huesos. Por supuesto que extrañaría a la única familia fiel que le quedaba y la lujosa casa en la que vivía, pero prefería vivir debajo de un puente.
Por una milésima de segundo deseó que Benedict saliera a la acera con una valija en la mano y le dijera que iría con él; que compraría los tiquetes en el aeropuerto; que no lo dejaría solo, pero simplemente Benedict no era así, y Cameron se sintió estúpido por haber tenido esperanza. Cuando habló con Benedict sobre irse y le preguntó si estaba dispuesto a irse con él, el chico simplemente contestó que, a pesar de haber considerado irse por un tiempo, decidió acompañar a su madre. Si Cameron se iba, Benedict se quedaba, y al final terminó siendo así.
El sonido del motor de un auto y sus ruedas presionando contra la acera le hicieron volver a la realidad.
Su taxi había llegado.
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El taxista era un hombre de mediana edad con cabellos negros y lizos, que lo saludó amablemente con una voz carrasposa y grave. El móvil se echó a andar por las calles de Prospect Park South con destino al aeropuerto John F. Kennedy, doblando esquinas y navegando por lugares cuyos detalles eran perfectamente recordados por Cameron, como si en su mente existiera un retrato de cada rincón: Los árboles plantados en las zonas verdes cuyas hojas cambiaban de tonalidades dependiendo de lienzo del invierno o el otoño; los buzones sobresalientes de cartas de sus vecinos y las casas enormes que albergaban los deseos, sueños y esperanzas de cada familia.
Recordó que, en algún momento, la mansión Loughty podía ser hallada en los rincones más lujosos de Beverly Hills, rodeada por las fuentes y rosales del Beverly Gardens Park y por noches llenas de vida y colores resplandecientes. La mansión no era demasiado diferente a la actual, pero la triplicaba en tamaño; al igual que el hogar que su padre había decidido adquirir en Brooklyn, contaba con paredes blancas y un techo de color aguamarina. Tenía una zona de aparcamiento cuyas paredes estaban hechas de descomunales piedras y era el cimiento sobre el que se elevaba la casa. Las fiestas y el alcohol eran parte de la familia Loughty, pues, cada diez días contados, la familia y sus sirvientas (que habían tenido que ser despedidas al mudarse a Brooklyn), corrían de un lado a otro organizando el banquete habitual de la orquesta dirigida por el señor Bastian, a la que asistían, más o menos, trescientas cincuenta personas. Este fue el tiro que se dieron en los pies, pues cada vez que realizaban uno de esos banquetes, las deudas e intereses crecían, y la bolsa del dinero de Bastian se cerraba. Cameron sospechaba que esa era la razón del cambio tan radical entre la lujosa y salvaje Beverly Hills y la silenciosa Brooklyn, con la cual se había encariñado de una manera única, como si hubiese encontrado a su primer amor.
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Armonías Incompletas | Elian
Genç KurguDos estudiantes de música del conservatorio Juilliard de Nueva York han sido ultrajados por las circunstancias más dolorosas de su vida: Deniska Volkova ha intentado quitarse la vida después de que su dignidad fue vulnerada por alguien que amaba; y...