1

18 5 0
                                    

Cuando el pequeño nació, fue como si los colores de un mundo que ya conocía se hubieran desteñido de pronto, como si todos los entes que existían a mi alrededor hubieran sido cambiados de posición sin ningún acierto.

En la cocina, las luces ambarinas y acogedoras se convirtieron en fluorescencias blancas. Era una sensación que por las mañanas resultaba sencillo no tomar en cuenta, pues durante esas horas el día transcurre como si no fuera más que un prólogo, pero que por las noches se enroscaba en mi cuello como un par de putrefactos tentáculos.

Teniéndola frente a mis ojos, me era imposible reconocer a la niña Marisol, la muchachita de las trenzas rubias y naricita respingona, en la mujer que daba pecho a esa criatura de piel rosada, que en nada se parecía a los nenucos con los que jugábamos de niñas, con sus ojos pintados de azul celeste y sus bocas eternamente risueñas.

Durante los meses anteriores, la existencia transcurrió como en los sueños. Yo desviaba la mirada de su vientre cada vez más henchido. Me parecía que en cualquier momento iba a despertar y, entonces, desaparecía cualquier rastro de mi hermana encinta. Era una imagen irreal y grotesca, como si hubieran distorsionado su cuerpo adolescente al grado de la deformidad.

Aunque suene fatal, creo que todo el mundo esperaba que en algún punto ocurriera. Puede que incluso les sorprendiera que no hubiera sido más temprano. Marisol crecía dejando tras de sí una estela de habladurías, en las que siempre eran protagonistas los contoneos de sus caderas, sus risas llenas de coquetería, la manera en la que se subía la falda del uniforme para sugerir la calidez de sus muslos.

Toda la adolescencia de mi hermana fue como ver un exótico paisaje a través de un mirador. Entre nosotras se abrió una brecha cuando cumplió los catorce años. Ya Marisol no me contaba cuentos antes de dormir, ni construíamos fuertes con las almohadas y los edredones, ni nos levantábamos a la madrugada para hurtar las latas de leche condensada de la nevera.

Ya no nos duchábamos juntas, ya no componíamos versos, ya no nos sentábamos a peinarnos una a la otra. Y, en especial, ya no hablábamos de nuestros sueños, porque el sueño más grande de Marisol siempre fue conocer el mar, como yo tuve la dicha de hacerlo una vez, y yo le prometí que un día, cuando fuéramos grandes, nos iríamos a ver el mar juntas.

Ella era la mariposa más voluptuosa del jardín y yo la niña ingenua que la seguía a todas partes con una red, con la esperanza de adueñarme de su belleza. Quizá fuera a eso a lo que se redujera mi existencia: a ser la sombra de mi hermana mayor, la niña que dedicaba su vida entera a la cabal y pasiva contemplación del otro.

Me parecía que era tan esbelta y preciosa como las chicas de la tele, y que por eso siempre iban tantos muchachos a visitarla en las tardes, mientras yo los espiaba desde un rincón de la cocina, fingiendo que decoraba mis cuadernos con pegatinas de caricaturas. Se besaban y se toqueteaban cuando mamá no los veía. Dudo mucho que mamá fuera ignorante con respecto a los retozos en su sala de estar, pero como en muchos otros aspectos de su vida, prefirió hacer la vista gorda y guardar silencio.

A los diecisiete años, Marisol quedó embarazada y Luis Carlos se mudó a nuestro hogar.

Aunque al principio no toleraba la presencia de Luis Carlos en casa, pronto se convirtió en un elemento indispensable. La indiferencia y los rechazos de Marisol no hacían más que divertirlo. Sus muecas de fastidio, que casi rozaban el odio, parecían conmoverlo. Luis Carlos trabajaba muchísimo. Siempre estaba ocupado y, en sus días libres, se dedicaba al cuidado del jardín de la casa, que siempre estuvo abandonado, lleno de hierbajos, enredaderas y matas secas, y lo convirtió en un paraíso en donde yo me sentaba por horas con las piernas recogidas y el álbum de fotografías familiares en mi regazo.

Marisol estaba a unos cuantos meses de dar a luz cuando Luis Carlos me obsequió la flor. Era el día después del solsticio de verano. Cortó una de las violetas ante mi atenta mirada. Mentiría si dijera que no me gustaba observar a Luis Carlos haciendo sus habituales oficios de jardinería. Iba descalzo, con los pantalones de mezclilla llenos de manchones de agua y barro y los brazos descubiertos. Tenía un curioso tatuaje en el antebrazo derecho que me recordaba a un símbolo cabalístico. Le pregunté qué significaba.

—Que tenía dieciséis años, dinero en el bolsillo y unos cuantos tragos encima —respondió, sonriente. Se acercó con su andar cauteloso y me miró desde arriba mientras me tendía la violeta. Los rayos de sol abrazaban sus cabellos castaños—. Ten. Es para ti.

Sentí cómo las mejillas se me arrebolaban. Le di las gracias mientras jugueteaba con la flor entre mis dedos. Decidí disecarla antes de que se marchitara, con hojas de periódico, papel secante y una enorme enciclopedia médica que teníamos en el estante.

En ese momento, Marisol apareció como un nubarrón gris. Nos miraba desde el umbral de la cocina. Sus fosas nasales estaban dilatadas y su mirada recayó en Luis Carlos como si éste fuera el culpable de todas sus desdichas. Desde que comenzamos a alejarnos como las islas de un archipiélago distanciándose en el océano, me costaba cada vez más entenderla. Me sorprendió darme cuenta que no era capaz de anticipar sus reacciones como antaño lo hacía.

—Deja eso y ven aquí —ordenó, llevándose una mano a la cabeza—. No me estoy sintiendo bien.

Luis Carlos obedeció, apartándose. A veces, deseaba conservar esos momentos efímeros dentro de una bola de cristal. Reproducirlos cuantas veces fueran necesarias. Soñaba con ello. Fantaseaba con la posibilidad de que Luis Carlos se doblegara ante mí como lo hacía ante Marisol.

Cuando la violeta estuvo por completo disecada, opté por utilizarla para decorar el álbum de fotografías, al cual aún le quedaban un montón de láminas en blanco. Pegué la flor al borde de una de las fotografías más recientes. Marisol y yo en el carrusel de la feria. Yo sonreía como una endemoniaba de doce años. Marisol miraba a la cámara con aburrimiento adolescente.

Hacía demasiado calor y me daba la sensación de que incluso el tiempo se derretía. Las tardes transcurrieron de esa manera hasta que, a principios de otoño, mi hermana dio a luz al pequeño.

Bajo el cielo violetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora