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—Voy a hacerle un columpio a Santi.

La sonrisa de Luis Carlos transformaba su rostro por completo. Se veía precioso, como una divinidad solar, con la frente perlada de sudor y las hebras castañas apelmazadas en su nuca.

—Todo el jardín va a ser su patio de juegos —prosiguió—. Le voy a hacer acá un tobogán y por acá un subibaja.

Era domingo por la tarde. Yo iba en mis peores fachas, con la camiseta desteñida y el pelo sin peinar. Mamá, sentada en su mecedora de mimbre, comía ciruelas de un tazón. Luis Carlos estuvo trajinando toda la mañana, y mamá, que trabajaba en una pescadería del pueblo, gozaba de su único día libre, por lo que se dedicó a preparar un copioso almuerzo que compensara una dura semana de trabajo. A diferencia de Marisol y de mí, que teníamos manos blancas y suaves, las de ellos estaban rojas y encallecidas.

—Está muy pequeño para esas cosas —replicó, distraída, escupiendo un hueso de ciruela en la tierra—, y además, ¿de qué servirá el subibaja? No hay ningún otro niño pequeño aquí en el barrio.

—Ya crecerá, y no se preocupe, en cualquier momento aparece otro niño —aseguró Luis Carlos con tono despreocupado.

—Ni que lo quiera Dios —sentenció mi madre sin buen talante.

Luis Carlos soltó una risotada. A diferencia de Marisol, que vivía sumergida en una especie de letargo perenne, Luis Carlos debía mantenerse en constante movimiento. Tal parecía que la paternidad le sentaba como anillo al dedo. Con Marisol, sin embargo, ocurría lo adverso. Cada día que pasaba la notaba más consumida, más enrabiada. Yo ya me suponía que Luis Carlos estaría cada vez menos dispuesto a aguantarse sus desprecios y malos tratos. Hasta el más estoico de los hombres debe tener un límite, y yo notaba sus sonrisas más forzadas, sus hombros más tensos.

Luis Carlos se sentó a descansar en un momento, cuando mi madre se levantó y desapareció en el interior de la casa. Relamí mis labios con nerviosismo. Por alguna razón, me inquietaba estar a solas con él, y aunque muy en el fondo conocía el motivo, prefería enterrarlo hasta lo más hondo de mi alma, como un secreto que solo pudiera ser arañado por las garras de mi subconsciencia.

—Mamá terminará sufriendo de los nervios si sigues insinuando que vendrá un segundo bebé —advertí.

—Es solo para bromear, no es algo que estemos buscando en estos momentos —aseguró.

Durante la noche, debido al calor, cenamos en el jardín, envueltos por el chirrido de las cigarras. Marisol salió del cuarto con el cabello recogido, la ropa limpia y el rostro lavado. Incluso se había aplicado perfume. Me sorprendió muchísimo, porque estos días atrás se había rehusado siquiera a lavarse. Luis Carlos le había comentado a mi madre que lo más probable es que tuviera depresión postparto, pero mi madre aseguró que conocía perfectamente a su hija, que Marisol solo estaba haciendo otra escena, otra de tantas, con el fin de obtener lo que quisiera.

—Quiere manipularnos —aseveraba—. Sé lo que tengo. Es mucho más malvada de lo que aparenta.

Pero «malvada» me parecía un término excesivo. Durante la madrugada me levanté para ir al baño. Para ello, tenía que salir al patio, pues el cubículo estaba afuera. Me abracé los brazos para protegerme del frío. Al pasar frente a la habitación de Marisol, me detuve al escuchar gemidos ahogados. Me quedé paralizada de la impresión.

No es que me sorprendieran. Ya los había escuchado antes, cuando Luis Carlos recién se mudaba a nuestra casa y a Marisol aún no se le dificultaba moverse. No me enorgullezco al decir que los espiaba, claro. Pero después del nacimiento de Santiago, y por la repugnancia que se advertía en la nariz arrugada de Marisol, pensé que su vida sexual estaría muerta. Aunque me confortó saber que no, sentí una punzada en el corazón solo al imaginar las manos robustas y ásperas de Luis Carlos acariciando el cuerpo electrificado de mi hermana.

Pensar en ellos dos teniendo sexo no me generaba asco. Era un ejercicio mental que hacía con muchos adultos de mi entorno, en especial con aquellos a los que me era imposible imaginar en situaciones carnales. Lo había hecho un par de veces con el profesor Ferreira y su esposa. Con mis padres divorciados. Con la vecina charlatana y su marido obeso. El resultado era siempre el mismo: un torrente de asco seguido de una morbosa satisfacción. Consideraba, por otro lado, que tanto Marisol como Luis Carlos eran lo bastante jóvenes y atractivos para superar el umbral de las náuseas.

Sin embargo, me fui a mi cuarto con los ojos vidriosos y me metí bajo de las sábanas mordiéndome los labios hasta percibir el gusto a hierro. Mamá roncaba a mi lado. En ese momento odié no tener una habitación propia. Odié la casa por no ser lo bastante grande. Odié a Marisol por acostarse con Luis Carlos y a Luis Carlos por acostarse con Marisol.

Me entretuve un rato trasladándome a un mundo de quimeras, un cuento de hadas donde yo era mi hermana, donde las manos enormes de Luis Carlos eran a mí a quien abarcaban. No me atrevía a figurarme su rostro; solo eran detalles inofensivos de su cuerpo, sobre todo de sus brazos, sus piernas y su espalda. Me imaginaba su bronceada piel y su pelo castaño despeinado. Sus labios hinchados y entreabiertos. En mi mente era tal cual, perfecto: dulce, cálido, amoroso. Me imaginaba a mí misma mordiéndolo, amordazándolo, regodeándome en mi acceso tentador a la prominente nuez de su garganta. Él se divertía con mi comportamiento juguetón porque, claro, con mi pequeñez y mi inocencia solo era una mandamás afectada, una parodia del peligro.

Me entregué a estas fantasías en un estado de semiinconsciencia, sintiéndome cada vez más febril, pero me rehusé a mover un solo músculo de mi cuerpo. Mamá se dio la vuelta sobre el colchón en un momento determinado. Mantuve la mirada clavada en el techo, con las manos tendidas a los costados de mi cabeza. Pero esa noche no pude dormir bien, pensando en Luis Carlos, y en todo lo que me atraía, todo lo que me enervaba de su cuerpo y su espíritu, de sus capas y su núcleo.

Tal vez fuera su estatura, su manera de andar o su sonrisa despreocupada. Tal vez fuera su masculinidad gentil y diplomática. Me imaginaba agazapada a sus brazos fuertes, mientras él me levantaba por los aires. Olía mi pelo. Me susurraba al oído y suspiraba en mis orejas como un amante.

—Qué bonita eres —decía en mis sueños, por más húmedos que fueran, mientras frotaba su mentón recién afeitado de mi mejilla. La escena tomaba un tinte casi paterno llegado este punto—. Qué bonita y pequeña eres, Salomé. Tú también mereces que te protejan como a los niños pequeños. Yo te construiré un columpio. Yo te cuidaré.

Bajo el cielo violetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora