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Cada vez que recuerdo esa escena siento el escalofrío recorrer mi espina dorsal y las náuseas ascienden por mi garganta. Es una imagen grotesca, de esas que quedaran cinceladas en tu mente por muchos años, sin transfigurarse como la mayoría de nuestros recuerdos. Cuando cierro los ojos, me traslado al pasado, a un trauma que me ha costado simbolizar.

Los meses posteriores a la partida de Luis Carlos, la casa estuvo sumida en el silencio. No regresé a la habitación de Marisol. Estuve varios días conmovida por ese evento y me sorprendió cuánto llegué a extrañarlo. Veía en todas partes y en todo momento su sonrisa perfecta, sus pómulos aristocráticos, sus ojos verdes y chispeantes. Veía partes de él en todos los rincones, como si en realidad siguiera allí, diseccionado, a la espera de que cualquiera de nosotras recogiera sus trozos deshechos.

Tardé semanas en darme cuenta que era un hecho, que Luis Carlos no volvería. Se despidió primero de mamá. Estuvieron casi dos horas reunidos en la cocina, sentados bajo la luz blanca, bebiendo café en las tazas de arcilla, mientras yo me desplazaba por la casa con los calcetines puestos para que nadie notara mi presencia.

Después se despidió de Santiago, con un abrazo que duró una eternidad, y le susurró unas cuantas palabras al oído mientras le acariciaba la mejilla.

—Me sentí muy feliz desde el día que supe que venías. Y te sigo amando como la primera vez que te tuve en mis brazos, pero yo me tengo que ir. Espero que crezcas siendo un niño sano y feliz. Tienes una abuela y una tía maravillosas, que siempre velarán por ti.

Y por último, Luis Carlos se despidió de mí. Yo estaba en el porche, quitando las telarañas de las esquinas con la escoba. Imaginaba algo mucho más emotivo que eso, que se hiciera un hueco en mi corazón. Pero fue bastante decepcionante. Aunque sabía de sobra que mis fantasías con Luis Carlos eran completamente quiméricas, esperaba al menos un beso en la mejilla que diera inicio a alguna que nueva ensoñación.

Luis Carlos me sonrió, pero no de la forma que yo deseaba. Fue todo muy fraterno. Fue todo lo correcto que pudo ser.

—Adiós, Salomé —susurró—. Dejo a Santiago en tus manos. Sé que cuidarás muy bien de él.

—No quiero que te vayas —admití. Sentí un escozor en la garganta. Me dolía articular las palabras. No era realmente a eso a lo que me refería.

Te quiero. Te deseo. Quiero que formes parte de mí. Así, tanto como lo que sentía por la López. Se marchaba igual que ella.

Ya se había vuelto costumbre de todos apartarse. De abandonarme, aunque fuera por circunstancias que escapaban de su control. Quería que se quedara conmigo y me abrigara, que me barriera con la mirada, que me diera una dosis de mentiras y promesas como con las cuales la López, veraniega y juguetona, me había colmado el corazón.

—Yo también voy a extrañarte —dijo.

Mamá no estuvo muy comunicativa en todo ese tiempo. Lo que fuera que pasara por su cabeza era un enigma, un terreno sagrado en el que ni Marisol ni yo nos atrevimos a asomar la nariz. No se le veía furiosa, ni consternada, ni decepcionada; tenía la misma expresión indiferente de alguien que ya se ha resignado.

—Tu hermana es un caso perdido —dijo en una ocasión, en la cocina, mientras cortaba tiras de carne de res.

Yo estaba sentada en la mesa, acomodando un par de trinitarias en la enciclopedia médica, entre una lámina de papel secante y una página del periódico. Fingí no escucharla y traté de no darle importancia. Luego que se fue, Marisol entró a la cocina. Tenía el cabello rubio ya bastante largo —y eso que nunca dejaba que le creciera más debajo de los hombros—, recogido en una coleta a la altura de la nuca. Puso a calentar agua para prepararle el biberón a Santi.

Bajo el cielo violetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora