No creo que fuera ninguna casualidad que, durante esta época, la López haya aparecido. La López era tan imperfecta en todos los sentidos que a su lado me sentía reconfortada.
No tardó muchos días en forjarse cierta popularidad, que yo no había logrado en toda una vida asistiendo a la misma escuela, con los mismos compañeros, siendo la jovencita que se perdía en su mundo interior, que parpadeaba y bostezaba demasiado, que recorría las escaleras con parsimonia y mirada de ensueño, como si persiguiera a las polillas.
La López no era, ni de lejos, una chica guapa, pero había en ella algo que resultaba magnético. Su cuerpo era escuálido, alto y anguloso como el de un varón, y tenía el cabello cortado de una manera desprolija. Me encanté observando las ojeras bajo los ojos impávidos y las líneas agrietadas de sus labios. Me parecía que todo eso era muchísimo mejor que ser hermosa.
Sus facciones, sin embargo, denotaban una dura feminidad, con la suave forma de sus labios y su mirada socarrona. La gente siempre dice que los ojos son muy expresivos, que comunican un millón de cosas. Pero la verdad es que los ojos de la López nunca me dijeron nada. Aprendía más de ella a través de sus labios burlones, sus hombros lánguidos, sus manos inquietas.
La López era la chica nueva a comienzos del curso. Al principio algunas personas se metieron con ella por su apariencia, pero no tardó en demostrar su carácter y el hecho de que no tenía ningún inconveniente en propinarle a cualquiera un golpe ante la más mínima provocación.
Se ganó cierto respeto el día que golpeó a Darío, el muchacho alto y atlético de nuestro salón que se encargaba de molestar a cualquier chica que le pareciera poco atractiva. Fue un puñetazo seguro y certero. Todos vimos con asombro a Darío tambalearse de la impresión, y estuvo muy cerca de devolverle el golpe, pero la López ni siquiera flaqueó. Darío pareció meditarlo mejor y decidió que no valía la pena.
Las primeras semanas no nos dirigimos la palabra. La López se sentaba en la primera fila y ponía especial atención a la clase. Ferreira, nuestro profesor de matemáticas, estaba francamente conmocionado con su nueva alumna. Era buena y entusiasta con los números, y supongo que eso siempre es refrescante dentro de un aula donde solo encuentras caras aburridas y continuas faltas de respeto.
A diferencia de la mayoría de mis compañeros, me resultaba imposible entrever su mundo interior. Llegó un momento en el que comencé a hacer conjeturas retorcidas, imposibles de confirmar o desmentir. Después de todo, no me cabía en la cabeza que pudiera existir una muchacha con esa fiereza, ese vigor, esa seguridad, y más aún a una edad en la que casi todas las chicas parecen querer minimizarse lo más que puedan.
Llevaba siempre los pantalones caídos, las camisetas unas cuantas tallas más grandes, que no dejaban entrever la más ligera pronunciación de sus pechos. Iba con la cara lavada, cuando casi todas nos aplicábamos, como mínimo, brillos labiales con sabor a frutas.
Fue ella quien me habló por primera vez. Yo tenía mi atesorado álbum familiar encima de mi mesa, hojeando el decorado de las flores disecadas, regodeándome en la belleza marchita de mi proyecto. Darío me arrebató el álbum con un movimiento violento. Sentí que el corazón se me encogía en el pecho cuando lo abrió de par en par ante una horda de alumnos entrometidos, deseosos de conocer la absurda intimidad de una chica de catorce años. Sin embargo, Darío no tardó en mutar su expresión burlona por una de desconcierto cuando desveló su contenido.
Por supuesto, no iba a encontrar nada acusatorio. Solo fotos familiares viejas: la mayoría de principios de los ochenta, junto con un montón de flores disecadas que había ido acumulando con el paso del tiempo: orquídeas, digitales, tulipanes, hortensias.
—¿Qué basura es esta? —preguntó Darío con evidente decepción—. Eres tan rara, Salomé. ¿Por qué traes esta porquería al colegio?
Casi me lo arrojó a la cara, pero, en silencio, lo guardé en mi mochila, mientras Darío y su grupo de amigos antipáticos se alejaba. La López me observaba, apoyada del escritorio del profesor.
—Yo siendo tú le hubiera replicado —dijo—. No puedes quedarte callada siempre. Eso que dicen los maestros de que si los ignoras se cansarán de molestarte es una mentira. En realidad, les estás diciendo que puedes soportarlo todo, que tienen permitido llevarte al límite.
Miré a la López con recelo.
—Me da igual lo que Darío piense —mascullé—. Es un idiota que todavía juega a las metras y colecciona cromos de fútbol.
La López me sonrió con amplitud. Creo que esa fue la primera vez que la vi sonreír de verdad, por lo que casi se asemejó a una mueca. Me sorprendió la familiaridad con la que comenzó a tratarme después de ese breve encuentro, como si hubiera decidido, a su manera, que yo debía ser, no su amiga, sino su seguidora.
A veces me interceptaba en los recesos y en alguna que otra clase. Me costaba creer que alguien pudiera acercárseme por el simple hecho de estar interesado en mi persona, aún cuando yo no le había dado motivos para que ese fuera el caso.
La López se recogía el flequillo negro con un pasador azul en forma de libélula. Era el único adorno que utilizaba. No usaba pulseras, ni collares, ni cinturones; ni siquiera aretes, porque no tenía perforaciones. Pasábamos tiempo juntas, sumergidas en conversaciones triviales sobre el último episodio de nuestra serie de comedia preferida, la mejor marca de champú o lo que deseábamos que sirvieran en el comedor. Nunca hablábamos de nuestra genealogía, de nuestros orígenes, ni de la razón por la cual estábamos donde estábamos, ni de a dónde deseábamos llegar en el futuro.
En ese entonces, mientras menos supiéramos una respecto a la otra, la compañía resultaba más grata.
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Bajo el cielo violeta
General FictionSalomé ha crecido a la sombra de Marisol, a quien admira por su belleza desde que eran niñas. Cuando ésta última da a luz a los diecisiete años, la vida de ambas hermanas sufre una drástica conmoción, y Marisol se convierte en una persona inaccesibl...