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Supongo que en esos momentos yo era una niña muy influenciable, que se sentía hechizada por los ojos gatunos de la López y accedía, sin miramientos y con una boba sonrisa en el rostro, a todos sus caprichos. Todo lo que ideaba, todo lo que se le pasaba por su cabeza, me parecía una genialidad en todo su esplendor, algo digno de rendir homenaje. Según ella, Darío no estaría aquel día en casa, pues habría ido a su entrenamiento deportivo, de sus padres no tendríamos que preocuparnos porque estarían en el trabajo y lo más probable era que su hermana pequeña estuviera en casa de unos familiares que la cuidaban.

Me quedé atónita ante esta información tan detallada.

—¿Espías a Darío? —pregunté, incrédula.

Su silencio fue bastante elocuente.

—Podemos trepar la reja de atrás —dijo la López, mientras yo tragaba saliva y la seguía a lo largo de la calle.

Me sequé el sudor de la frente. Hacía un calor espantoso y podía sentir el ardor en mis mejillas.

—No creo que sea buena idea —indiqué. Ella no pareció darle gran importancia, pues hizo un simple gesto con la mano para restarle importancia—. ¿Estás segura?

—Ni que fuéramos a robarnos algo —farfulló, volviéndose hacia mí—. Nada más vamos a echar un vistazo. Darío se la pasa todo el día hurgando en nuestras cosas y haciendo comentarios impertinentes. El otro día se me cayó una toalla sanitaria en el suelo y comenzó a burlarse con los neandertales de sus amigos. Son solo unos niños inmaduros, ¿a qué le tienes miedo?

—Sigue siendo un delito —insistí, frotándome las palmas sudorosas de la tela de mi falda—. Estaríamos allanando propiedad privada.

La López y yo nos ubicamos en la parte trasera de la casa. Ayudándonos, y vigilando que ningún vecino nos estuviera viendo, trepamos el enrejado, ella con mucha menos dificultad que yo. La López tiró primero su mochila, lo que produjo un sonido seco, y llegó del otro lado de un salto. Cuando fue mi turno de bajar, la piel de una de mis pantorrillas se enganchó a una de las espinas de las rosas trepadoras que cubrían la pared, provocándome un corte que en breve comenzó a sangrar y a mancharme el borde de la media blanca de mi uniforme.

—¿Estás bien? —preguntó la López, examinando la herida.

—Sí —murmuré—, solo fue un corte. Vamos, que nos puede ver alguien.

La López asintió y cogió su mochila del suelo. Nos tomamos de la mano y, entre risas estúpidas, nos dirigimos a la entrada de la casa. Cuando la López empujó la puerta, nos percatamos, para nuestra sorpresa, de que estaba abierta.

—A lo mejor haya alguien adentro —susurré.

Viéndolo en retrospectiva, aquello debió ser razón suficiente para acobardarnos y echarnos para atrás, pero en realidad solo nos hizo sentir más estimuladas.

Entramos al vestíbulo, el cual estaba colmado de fotografías familiares. Me acerqué para ver una en tonos sepia, de un soldado tocando una guitarra. A la López le pareció cursi. Había también una fotografía de un niño posando junto a una llama y una niña más pequeña montada sobre un asno.

—Mira, estos deben ser ellos —indicó—, esa es la retrasada. Y ese de ahí se parece a Darío. Mírale la pinta ridícula.

Me reí por lo bajo. La López me tomó del brazo y continuamos avanzando. Todo estaba en sepulcral silencio. Mientras atravesábamos la cocina, a la López se le ocurrió la idea de ir a revisar la nevera. Cogió una banana y comenzó a pelarla, para luego tirar la cáscara sobre la alfombra. Esto me inquietó.

—No dejes evidencias. —La increpé, recogiendo la cáscara y tirándola al cubo de basura.

—No seas aburrida —dijo ella, devorándose la fruta de unos cuantos bocados. Se limpió las manos con el pañuelo de tela que colgaba del asa del horno. Se acercó a la estantería de la sala de estar y cogió un libro—. Mira, un diccionario Larousse escolar. Libros contables, libros académicos. Ah, mira, algo interesante.

Bajo el cielo violetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora