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Fue cuestión de semanas para que la López y yo empezáramos a forjar algo parecido a una amistad. No creo que llegáramos a serlo completamente. Yo no era lo que se puede decir una persona de muchos amigos. Al parecer, aunque a todo el mundo le caía bien, nadie llegaba a interesarse en mí lo suficiente como para acercarse.

Después de nuestro primer encuentro, comenzamos a frecuentarnos de manera esporádica. Casi siempre la López era la que tomaba la iniciativa. Se sentaba a mi lado, tiraba con suavidad de mi cabello y le hacía bromas sutiles a nuestros compañeros antes de dedicarme una sonrisa cómplice.

Con el paso de las semanas, y ante mi propia incredulidad, ya pasábamos juntas el recreo y comíamos en la misma mesa. Nos burlábamos en secreto de Darío y de sus compinches, de la escuela, del personal, del reglamento, y todo bajo una luz de superioridad que era novedosa para mí. Nos reíamos de los profesores calvos, los de ojos saltones, los de barrigas abultadas. Construimos un mundo diminuto, hermético, al que solo nosotras dos teníamos acceso.

Fue en esos momentos en los que empecé a darme cuenta que la López era bastante bonita. Pero la belleza de la López no era algo que pudieras admirar a simple vista. Tenías que ir un poco más allá, en los detalles, en las medialunas carcomidas de sus uñas y en los destellos preciosos de sus ojos y sus cabellos cortos cuando les daba la luz del sol. Sus hombros huesudos, su espalda erguida, su estrecha cintura. El borde de sus orejas parecía haber sido cincelado. La López siempre despedía un ligero y acre olor a sudor, ya que su madre no le permitía ponerse desodorante.

—Dice que son cancerígenos —explicaba, poniendo los ojos en blanco.

Una tarde, cuando salíamos del instituto, le pregunté por qué no usaba falda, como dictaba el reglamento escolar.

—No me gustan. —Había sacado una caja de cigarrillos de su morral y fumaba en silencio, pisteando los hormigueros en la tierra—. Además, mira cómo tengo las rodillas de huesudas y aporreadas.

La López se agachó y yo me detuve justo frente a ella. Se remangó con cuidado el pantalón para mostrarme sus piernas. Estaban llenas de puntos rojos y negros, además de incontables arañazos, hematomas y picaduras de mosquitos. Quise preguntarle cómo se los habría hecho, pero preferí imaginármelo. La López me parecía una persona que trepaba árboles y se subía a los tejados completamente descalza. Era de complexión gatuna. En su altura y su languidez percibía la misma elasticidad de un felino.

Sin embargo, al cabo de poco tiempo, comencé a sentirme incómoda, y no por la presencia o la cercanía de la López, sino por los rumores de los que, sin darme cuenta, comenzaba a volverme parte. Ahora no solo era la chica nueva, sino la chica nueva que había atrapado a Salomé, la que nunca causaba problemas, la que nunca miraba al frente cuando le dirigían la palabra.

Nuestra presunta amistad dio inicio a un cuchicheo incesante, que se me clavaba en la espalda cuando caminaba por los pasillos. Miradas que, si la López percibía, no les daba importancia, pero a mí me hacían suspirar de agotamiento.

—Ignóralos —repuso un día, apoyándose de la pared. Yo, a su lado, estaba cruzada de brazos, mientras Darío nos hacía gestos obscenos junto a su grupo de amigos—. Anda, pregúntale a cualquiera de ellos si acaso se han puesto a mirar más allá de sus insignificantes vidas —añadió con una sonrisa triunfal—. Ninguno de ellos es como tú, Salomé. Ninguno posee tu sensibilidad ante el mundo.

La López les mostró el dedo del medio antes de cogerme de la mano y arrastrarme lejos de allí. Al patio. A la cancha. En ocasiones, a un aula vacía. Hubo una vez, a la caída de la tarde, luego de pasar todo el rato paseando por las calles tomadas de la mano, en que nos guarnecimos de la intensa lluvia metiéndonos bajo el pórtico de una vivienda.

Bajo el cielo violetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora