Epílogo

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La hierba crecía sin descanso. Las enredaderas escalaban los muros. Los colores de la fachada terminaron tostándose por el sol. Pero la casa seguía vacía, con las puertas y ventanas fielmente cerradas, a la tormentosa espera de que alguien las abriera y les permitiera emular aunque fuera el decadente chirrido de las bisagras.

A veces veía, como un espejismo, a la muchacha alta y compacta de pelo corto, las rodillas emborronadas por los moretones y los pies llenos de inmundicia. La misma que no me dejó ningún número telefónico para que pudiera contactarme con ella y tampoco una dirección a la cual pudiera acudir en su búsqueda. Yo la veía al otro lado de la carretera, erguida en toda su altura, con el cabello adornado por el broche en forma de libélula.

Entonces nos reiríamos juntas, imaginando que el tiempo nunca transcurrió, que tendríamos catorce años para toda la vida, y recordaríamos nuestros besos y caricias, hechas todas carne y fluido. Evocaríamos las canciones, el empalago en el paladar y el interior cálido de la habitación en la que tenían lugar nuestros encuentros. Me sentiría lo bastante segura para echarme a llorar en su hombro y decirle que yo conocía esa amargura, que yo también padecía el dolor de tener un pariente tras las rejas, el ejecutor del acto monstruoso, el ídolo de yeso hecho añicos. Y cómo no, el martirio de la esperanza, porque nada hay más doloroso que la espera.

Con el paso de los años, yo iría mutando, transformándome. Pero dentro de mí siempre habitaría una niña: la niña Salomé, la que estaba obsesionada con la belleza de lo decadente, de lo prohibido, de las flores disecadas, que jugaban todas las tardes con la niña Marisol, sobrecogida ante la transparencia de su propia belleza, que se apagó todavía un poco más aquella vez que tuve el valor de preguntarle por qué lo había hecho.
    
—¿Y qué más podía hacer? —rezongó, antes de que la robusta carcelera anunciara el final de la visita y la llevara de regreso a la celda. Incluso en ese estado, ostentaba una especie de voluptuosidad prosaica, una que se ensanchaba en toda su decrepitud, como unos labios resecos pintarrajeados de carmín—. Ni siquiera sabía de quién era.

Pero las estaciones pasan: los nostálgicos otoños, los estancados veranos y las primaveras perdidas, y aunque el tiempo no sane todas las cicatrices, aprenderás a respirar a través de ellas, a convertirlas en tus branquias.

Bajo el cielo violetaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora