XIII

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Bajo el manto de las estrellas eternas, la noche no cedía ante el amanecer. Hacía una semana que el mundo no contemplaba los dorados y brillantes rayos del sol y no sentía su calor. La noche se había apoderado del cielo, despojando al día.

Quizás no era mi responsabilidad, pero alguien debía hacer algo al respecto, así que me encaminé hacia el santuario celestial. Era de columnas altas, talladas en mármol con inscripciones en una lengua lejana. Emitían una luz cegadora, más intensa que la luz plateada de la luna y de las estrellas juntas. Una arcada imponente separaba la oscuridad del cielo nocturno y el iluminado interior del templo.

Entrecerrando un poco los ojos, logré entrar.

Dentro, el suelo resplandecía por el rastro de agua cristalina e increíblemente brillante. Avancé por los pasillos, mientras me sumergía en el pequeño arroyo.

Finalmente, llegué al centro del templo, donde una cúpula de cristalería de azules claros, decoraba la habitación. Me arrodillé sobre unos mosaicos de porcelana blanca, y recé con los ojos cerrados, en busca de una respuesta de la guardiana del cielo.

—Abre los ojos, hijo mío—me ordenó una voz profunda y melodiosa.

Una fuerza magnética me obligó a responder a la orden instantáneamente. Delante de mí, la guardiana del cielo, con su piel azabache y sus pecas blancas como estrellas irradiantes, salpicando su delicado rostro.

—Sé por qué vienes, nosotros también te hemos estado buscando.

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