XV

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PASEO NOCTURNO

El pecho me dolía como una puñalada con una daga poco afilada, me dolía como si fuera a estallar, como si se estuviera hundiendo dentro de mi cuerpo. Sin enderezarme en la cama, tantee mi celular en la oscuridad debajo de la almohada. No estaba allí. Lo busqué en el suelo aún sin levantarme y sentí el tacto frío. Tuve que estirarme más, con el cuerpo casi a punto de caerse, pero sentí la calidez de mi celular. Me reincorporé y vi la hora. Una y media de la madrugada.

Era la tercera vez que me despertaba en la noche, aún habiendo tomado la pastilla antes de acostarme. Dejé el celular de lado e intenté dormir. Cerré los ojos y me imaginé escenarios ficticios, intentando llenar huecos muy profundos dentro de mí. Pero el sabor a angustia y a la comida de ayer todavía quedaban en mi boca.

Antes de derramar una lágrima, me levanté finalmente de la cama. Fue en un brinco, como si alejarme de la cama me haría evitar llorar.

Aún en la oscuridad, caminé hasta el interruptor de la luz. La lámpara no me cegó, pero observé como la habitación estaba ordenada, o por lo menos lo suficientemente ordenada como para que no me sintiera como propia. Quizás porque no lo había sido por un tiempo, pero ahora volvería a serlo.

Aún con el pijama puesto, decidí dar una vuelta por la cuadra. Agarré mi llavero, lleno de llaves de casas vacías y salí a la vereda.

La calle estaba desierta y silenciosa. Me sorprendió no escuchar la música de los vecinos, que cada fin de semana subían el volumen de los parlantes como si sólo vivieran ellos. Tampoco se escuchaban los ladridos de los perros del barrio, ni el ruido de una moto pasando en la lejanía.

No había pensado en un destino al salir, pero mis ojos querían ver el Paraná, así que mis pies le hicieron caso. Pasé por la avenida y no tuve que detenerme a esperar que los autos cruzaran, porque ninguno lo hizo. El semáforo de todas formas no andaba, marcaba intermitentemente la luz roja. Seguí derecho, hasta llegar al río.

La luna se reflejaba en sus aguas, calmas y solitarias. A lo lejos, las islas, adornadas con las estrellas.

Seguí el paseo de la costa, camino que había hecho miles de veces. Con mis padres, con amigos de la primaria, con amigas de la secundaria, con exnovios, con mis amigos, con él.

No había nadie tomando cervezas o fumando, ni nadie paseando a su perro (tampoco había perros) o esperando para entrar en algún bar caro de la costa. Las calles estaban silenciosas, sin gente, sin almas.

Llegué hasta un baldío de la costa y me adentré en el terreno. Caminé hasta el centro y me acosté en el pasto fresco y húmedo por el rocío. Y miré al cielo, buscando la luna.

La luna me miró de vuelta y encontré en ella la misma soledad que sentía. Finalmente me di cuenta que no había nadie más que ella y yo en esta ciudad, o quizás en el mundo, o en el universo.

Mis ojos me pesaban mientras la luna brillaba más y más, hasta que todo fue luz y silencio.

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