CAPÍTULO 7: SOBRE EL REGAZO DEL REY

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Los criados volvieron a cuidar de Augusto. Lo vestían y le traían comida. La ropa con que lo adornaban era nueva, pero adaptada a su anatomía, y la comida que se le dispensaba venía en cantidades menores que en sus tiempos de abundancia, y aún así seguían siendo mejores que el pan y el agua de sus días de encierro. Las cosas empezaban a mejorar; Augusto sospechaba que esta era la forma que tenía su hermano, bien para disculparse por tirarlo al agua y arruinar las astillas de orgullo que le quedaban o bien para no dejarlo desfallecer o bien para que no muriera recién despierto de su letargo. 

Aún así, el principito se negó rotundamente a abondonar las cuatro paredes de su celda ni bien el castigo de su arrebato fue levantado. Pues prefería hacerse un ermitaño aburrido en su alcoba que ser el payaso del reino. No deseaba que lo viesen así, no estaba preparado; pues cuando el rumor a sus corriera a todas partes estando él presente, no se sabía capaz de soportarlo.

No fue hasta que un día regresaron el bufón y la bardo que todo cambió, bien para mejor, bien para peor. 

“No me lo creo, ¡Era verdad! El principito se ha empequeñecido” dijo la bardo, sin dar crédito a sus ojos. 

“Mi señorito, debo decir que su nuevo ver no lo hace sino más afable a la vista que su antiguo semblante de amargura” dijo el bufón, intentando no encolerizar al joven señor. 

“No me miréis” dijo el señorito, echándose en la cama y cubriéndose el cuerpo entero con la sábana. Antes la cama le quedaba pequeña, ahora cabía entero y sobraba espacio. “Deseo estar solo”.

“Joven principito —dijo la bardo—. No debe quedarse aquí. Necesita socializar y que le dé el sol y correr para que sus músculos sean fuertes”.

“Mis músculos ya eran fuertes. Y los perdí. No vale la pena el esfuerzo ni seguir viviendo. Mejor sería estar muerto”.

“¡No diga eso, joven señor! —dijo el bufón—. Necesita ver el lado positivo”.

“Necesito comida y estar en mi cama hasta que llegue la pubertad —replicó— tráiganme comida”.

“El rey ha ordenado que no se le sirva nada más hasta que vaya usted mismo al comedor comunal para ser agasajado con lo que pida”.

Augusto se incorporó como un resorte.

“¿Cómo dices?”

“El rey no desea que se encierre. Quiere que salga. Y ha ordenado que no le demos nada si se rehusaba a comer con nosotros en público”.

“¿Es acaso que mi hermano, el asqueroso rey, no sabe cómo encontrar diversión aparte de torturarme? ¿Por qué insiste en humillarme de esa forma? Ya me ha bajado de rango, me ha quitado todo y me ha reducido a esta forma patética y enclenque. Para que encima venga y me obligue a comer con la plebe… ¿Qué más tiene pensado hacerme para contentar su oscuro y retorcido corazón? ¿No ve acaso que me hiere, me lastima y me quema con sus castigos? Bien que le pedí clemencia y acto seguido hizo oídos sordos. Quisiera decir que me tiene como bufón, pero ni a eso llego. Soy una mera mascota”.

“Por nuestra señora, joven principito —insistió la bardo—. Dejé esa actitud depresiva. Si su hermano lo odiara ya estaría usted a tres metros bajo tierra o con la cabeza en una pica. ¿No ve que el rey lo mima y lo consciente como a un polluelo? Déjese de lamentos y venga con nosotros, que la comida se enfría”.

La bardo tomó el joven cuerpo del principito y lo puso de pie. Pero este al negarse a caminar se dejó caer al suelo, como un tullido.

“No pienso ir por mi propio pie. Me rehúso a andar”. 

“No es problema”.

La joven bardo tomó al principito entre sus brazos y lo cargó cual doncella por el umbral de la puerta y por el pasillo. Augusto no pudo hacer nada sino cruzar sus propios brazos y poner cara de puerco constipado. 

EL PRINCIPITO MALVADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora