CAPÍTULO 9: GUERRA

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El hermano del rey ya se encontraba de humor para afrontar los infortunios de la vida. Por primera vez en días quiso hacer una actividad que lo mantuviera concentrado y entretenido a la vez. Así que decidió que se iría de cacería. 

Mas cuando quiso abandonar al castillo los guardias no lo dejaron salir.

“¿Qué quieres decir con eso de que no puedo salir sin permiso?” Preguntó indignado.

“Su majestad el rey nos ha dado orden de no dejarlo salir sin que él se de por enterado primero” respondió el guardia de la puerta “Es peligroso, además los normales amenazaron el día de ayer y declararon la guerra a Aguas Calientes. Es peligroso salir”.

“¿Y a mí eso qué me importa? Voy de cacería, no voy a estar ni cerca. Déjame pasar, debo ir al establo por mi caballo”. 

“Su caballo está muerto, Principito”.

“¿Cómo dices? Creí que solo estaba enfermo”.

“No, principito, eso fue algo que le dijo el Rey para no herir su sensibilidad. Su caballo fue vendido para pagar el costoso espejo irrompible que fue instalado en su alcoba”

“¡¿Cómo es que tu sabes eso y yo no?! Asqueroso portero de cuarta”.

“Todos los saben, señorito. No hay maldad que le hayan hecho del que todo el reino no esté al tanto. Debería saberlo”. 

“¡Diablos! Malditos sean todos ustedes”.

Augusto se giró en redondo y caminó pisando fuerte hasta el salón de reuniones, donde el rey estaba sentado a una mesa rectangular con sus hombres de confianza. Tenía el típico ceño fruncido y parecía estar pasando un momento desagradable.

“Su majestad. Los normales están de camino, vienen por El Paso de la bruja, según el último informe del carabinero”. Dijo Uther, el consejero del rey.

“Sugiero movilizar un pelotón de nuestros hombres más débiles al frente para darles falsas esperanzas, luego armar emboscada en el bosque de los pinos altos. Tendré a mis mejores arqueros esperando” sugirió el comandante del ejército real.

“Eso no funcionará” replicó el rey  “si vamos a mandar hombres delante mejor que sean a los mejores jinetes y luego que estos los guíen a tu trampa en los pinos. No quiero malgastar vidas como en una partida de ajedrez”. 

“La guerra es el ajedrez mismo, su majestad. Confie en mí. Haremos retroceder a los normales”.

“He dicho que no. O me traes una estrategia de guerra que cueste menos soldados o no me traigas nada”.

“Oye, hermano” dijo Augusto, junto al rey. 

“Apruebo su visión, su majestad —dijo el tesorero real—. Entrenar hombres para el ejercito y alimentarlos es una inversión alta para el reino, no es bueno desperdiciar espadas en una mera trampa de ratones”.

“Hablando de inversiones. Tesorero real, ve de inmediato a los herreros e ingenieros. Hay que fortificar el castillo prontamente” dijo el rey.

“Oye, hermano”.

“Ahora no, Augusto” le respondió el rey sin mirarlo.

“Pero hermano, oye, necesito tu atención” Augusto le tironeó de la manga.

“Su majestad, mi rey —dijo el comandante—, si no le place mi estrategia inicial, propongo que llamemos a los centauros y hagamos una tregua con ellos. Si les pagamos con oro estoy seguro que no dejaran ni uno solo de los guerreros”.

“Yo no contrato mercenarios —replicó el rey—. Si los centauros se nos unen que no sea por dinero, que sea por lealtad. Los mercenarios bailan al ritmo del que page mejor, igual que los espías”. 

“Oye… hermano. Préstame atención”. 

La vena en la frente de Aines estaba por estallar. Se volvió hacia su hermano, furioso:

“¡¿Qué quieres, Augusto?! Maldición ¿Qué?”

“Quiero irme de cacería y no me dejan salir ¡Y tú vendiste mi caballo!”

“No tengo tiempo para tus lloriqueos, ¿no ves que estoy en junta?”

“¿No ves que me dejaste sin caballo? ¡Era un regalo de nuestra madre! Era todo lo que me quedaba de ella”. 

“¡Vete de aquí! Maldición —le espetó Aines—. GUARDIAS. Quiero a mi hermano todo lo lejos de mí que se pueda y alguien que por valor le de un maldito pony para que se calme”.

“¡No puedes resolver esto con un pony! Vendiste a Lijero, ¡lo vendiste!”

Dos guardias agarraron a Augusto y lo sacaron de la sala mientras se retorcía. Aines se vio ligeramente aliviado de ya no tener su voz chillona en el oido para variar. 

De lo que no se dio cuenta es que los guardias se tomaron muy enserio su petición y arrojaron al principito no solo fuera de la sala, sino fuera también de los muros del castillo y sus alrededores.

“Eso te enseñará a no molestar a su majestad en juntas importantes” díjole un guardia una vez el principito cayó de pecho contra el suelo.

Le cerraron las puerta antes de que él tuviera tiempo de protestar y dejaron justo detras un pony viejo y enano, con cabello tan largo que parecía más un perro muy grande que otra cosa.

Augusto estuvo apunto de gritar de rabia. Pero no lo hizo, pues le habían dado justo lo que quería. No tenía armas pero al menos estaba fuera del castillo.

EL PRINCIPITO MALVADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora