CAPÍTULO 10: CAPTURADO

162 24 4
                                    

Augusto cabalgaba en dirección al bosque a lomos de Petiso, su pony enano. No pretendía ir demasiado lejos. Cuando llegó al linde, atravesó un cuarto de kilómetro y ató a Petiso a una rama de árbol; era una bestia vieja, no se escaparía.

 Carecía de armas; dentro de las bolsas que su pony llevaba de casualidad encontró una sencilla cuerda y un cuchillo sin filo. Era todo lo que necesitaba.

Buscó  por los alrededores y se hizo de una piedra lisa, con la que pacientemente le sacó el filo al cuchillo. No pudo hacer mucho, pero al menos afilió una parte.

Cortó la cuerda en hebras y las volvió a anudar en dos cuerdas de menor grosor. La tarea le demoró mucho, pero le placia entretener su mente en algo.

Buscó por los alrededores, de forma muy meticulosa. Hasta que encontró hierbas de gato, pudo identificarlas por el olor. Recolectó una gran cantidad y la hizo un rollo. Luego masticó la mitad hasta hacer un puré y lo embarró sobre el tronco de unos cuantos árboles. Se posicionó en contra del viento, detrás de los árboles y plantó una trampa con la cuerda y lo que quedó de hierbas.

Luego se alejó todo lo que pudo, movió el pony de lugar. Y mientras aún quedaba luz, buscó en la entrada de una caverna cercana un par de rocas de fuego y pedernal.

Amontonó las rocas de fuego, luego puso unos cuantos hilachos de cuerda junto con un trozo de su propia camisa. Rascó el pedernal con el hierro del cuchillo hasta que saltaron chispas  y la tela prendió en llamas. Le puso unas cuantas ramitas y el fuego se avivó. Eso alejaría a las bestias y traería calor a sus manos magulladas.

Ya había caído la noche y Augusto tenía frío. Pero no durmió, se la pasó  meditabundo a la luz de la flama, pensando en lo que haría al día siguiente; y dentro de las lenguas brillanté imaginó todo el castillo de su padre envuelto en el más ardiente de los infiernos. No fue hasta la madrugada que los párpados le pesaron y durmió apenas lo suficiente para descansar mínimamente.

Al despertar fue a revisar su trampa. Porque tenía un hambre atroz y no se atrevía a comer bayas silvestres por temor a envenenamiento. Ahí estaba, luchando por liberarse, un gato del bosque. Era grande, no tanto como un perro pero sí más que un simple felino casero. Tenía rayas negras que adornaban todo su cuerpo sobre un pelaje moteado de pintas naranjas, grises y blancas. Tomó su cuchillo, y antes de que el animal supiera lo que estaba pasando, mareado ya por la sangre agolpada en su cabeza (pues estaba suspendido verticalmente) murió desangrado. A Augusto se le llenaron los brazos hasta el codo y los pies de sangre mientras despellejaba y destripaba el animal. Encendió el fuego nuevamente y se armó un festín con su carne. El intestino lo lavó en el río, lo puso a secar magistralmente al fuego, no para que se quemara, solo para que el jugo escapara. Le quedó una especie de cuerda elástica, muy elástica. Los Gatos del bosque no eran bestias comunes. Su carne revitaliza el cuerpo y su intestino es usado por algunos ingenieros para ciertos aparatos. Hay quien deshilachaba las tripas en hilos muy finos para crear cuerdas para arcos. Ese sería su próximo proyecto, un arco y flecha rudimentario.

Puso la piel de la bestia a secar junto al fuego, luego de lavarla junto al río. La dejó con la idea de crear un abrigo para la noche y quizás una pequeña bolsa donde cargar cosas. Quien sabe, quizás se las ingeniaba para hacer una cantimplora, pero ¿qué podría usar para la boquilla?

Se desnudó. Se bañó relajadamente en el río. La corriente se llevaba la sangre y la mugre. La camisa rota, antes blanca, estaba percudida con mugre y sustancias animalescas. 

Al salir, ya estaba pensando en formas para pescar. Quizás si buscaba ese extraño árbol gomoso podría crear hilachos y así con paciencia armar una red de pesca rudimentaria. Lo ataría todo y pondría piedras en cada extremo de la red. 

EL PRINCIPITO MALVADODonde viven las historias. Descúbrelo ahora