El rey Aines apenas pudo dormir unas pocas horas la noche anterior. O ninguna noche desde la desaparición de su único pariente. Salvo que, en una madrugada, en su cama, se encontraba más ansioso que de costumbre.
Se vistió no muy elegante, más de forma simplona y ante el espejo vio que se formaban sendas ojeras que le daban un aspecto demacrado a su rostro juvenil. En la frente, pequeños granos habían empezado a brotar, si los tocaban, molestaban. Estaba creciendo, ¿pero se vería a sí mismo crecer más de tal punto o sería esta la última primavera que viviera?
Encontró que su hogar se hallaba demasiado silencioso, y se preocupó. No había sirvientes que le fueran a traer agua ni galas, ni mensajes ni canciones ni nada de nada.
No escuchó tampoco a los que se encargaban de limpiar y mantener todo en su lugar y, un miedo silencioso empezó a atormentarlo.
Carrió por los pasillos y no vio a nadie.
Se asomó por una ventana y con horror vio que las pocas personas restantes se estaban alejando. Un tumulto de gente que abandonaba su castillo como ratas de un barco que se hunde.
Allá, en la entrada, estaba el bufón Goil, con tomándose licencias que no se le habían conferido gritaba a todos:
“Huir, orden real. Por su seguridad todo ciudadano debe abandonar el reino lo antes posible. Se acercan los normales ¡El rey los quiere fuera!”
Eso no tenía el más mínimo sentido. Aines jamás había dado alerta para evacuar el reino. Si por él fuera les habría ordenado atrincherarse en sus casa y defenderse con lo que tuvieran a la mano contra los invasores. Si el enemigo ataca una casa ajena, son los habitantes los de la ventaja.
Entonces pensó en su ejército y corrió directo al ala trasera del castillo donde debería estar un escuadrón de guardias reunidos a punto de marchar para defender al reino. Lo que encontró lo aterrorizó.
No había ni un solo hombre. En su lugar encontró el bullicio de innumerables niños de todas la edades. Algunos parecían de 5, 7 y 9 años. Había unos que ni siquiera podían caminar. Todos varones, todos con ropas que no les calzaban. Y en medio de la sorpresa sacó una conclusión muy apresurada pero acertada.
Fue entonces caminando, despacio, con pies de plomo hasta una mesa larga con innumerables tarros de cerveza. Los tarros de madera que no estaban en pie sobre la mesa se encontraban desperdigados por el resto del lugar. Aines le dio una patada al barril de cerveza que reposaba en la mesa, y lo encontró vacío. Sus hombres habían estado bebiendo un día antes de la batalla y, todos y cada uno había probado de aquel barril, estaba seguro. ¿Pero cómo diablos llegó ahí?
Donde antes estuviera el barril encontró una nota, escrita a mano con la misma letra de su hermano. Decía:
Mis hombres, todos ustedes sois la fuerza con la que lidero mi reino. Mañana nos esperan momentos turbulentos. Es por ello que les dejo esta cerveza como incentivo para vosotros. Beban hoy sean guerreros fieros mañana.
Atentamente: El Rey.Aines arrugó el papel entre sus manos y empezó a temblar de rabia. Había sido Augusto, su propio hermano acababa de condenar su reino a la destrucción.
“¡El Rey, es el rey!”
Los niños se dieron la vuelta. Algunos al verle empezaron a llorar, otros se le acercaron muy preocupados.
“¡Nos han maldicho, rey!”
“¡Rey, fue usted!”
“¡Su majestad! ¿Qué le diré a mi familia?”
“Rey Aines, ¿qué hacemos?”
“Rey, no puedo caminar ¿como voy a poder pelear?”
“No puedo levantar la espada”
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EL PRINCIPITO MALVADO
AdventureUn reino muy lejano se enfrenta al drama que representaba coronar a un nuevo rey. Es cuando empieza la aventura de nuestro berrinchudo protagonista que pondrá al reino patas arriba. ¿Qué puede salir mal cuando un principito muy infantil da batalla...