Un coche ascendía en solitario por la carretera, siendo éste devorado por las sombras de las cimas escarpadas de los Pirineos a medida que la claridad del día se desvanecía paulatinamente, dando paso a las luces automáticas del lujoso vehículo cuyo valor ascendía a los sesenta mil euros. El buen estado de la carretera junto al inexistente tráfico le permitió al conductor sobrepasar la velocidad máxima permitida e incluso invadir el carril contrario y tomar mejor la curva. El GPS indicaba la dirección. No había forma de perderse. Era cuestión de tiempo alcanzar su destino. Más temprano que tarde se toparía con un túnel cuyo nombre hace honor a su destino.
Arro.
Nada más salir del túnel se vio obligado a tomar la primera salida. Se detuvo en el stop, cercioró que no venía nadie de frente y revolucionó el coche con fin de superar la prominente pendiente con la que se accedía.
El pueblo tan sólo contaba con una calle (bien asfaltada, eso sí), la cual recorría de este a oeste y conectaba la entrada con la salida. El conductor del Mercedes palideció en cuanto vio cómo de estrecha era la calle y la pésima iluminación que disponía la aldea, proporcionando las luces de su vehículo mucha más iluminación que los exiguos farolillos repartidos por la zona. La única presencia de vida que contaba el pueblo en aquel instante eran los gatos que deambulaban libremente de un lado hacia el otro aprovechando la oscuridad de la noche, y a su vez, éstos, se apartaban del camino a medida que el vehículo se aproximaba y los deslumbraba. Cabe decir que no era miedo lo que sentían, sino la obligación de tener que abandonar el lugar si no querían ser aplastados.
Encontrar aparcamiento no le resultó complicado. Estacionó junto a una iglesia cuyo diseño y estructura datan de tiempos remotos. Apagó el motor. Antes de apearse del vehículo comprobó la hora y temperatura. Eran las once y media de la noche y apenas hacía frío, aunque la montaña engaña, y lo que son doce grados para la ciudad no supone lo mismo en la montaña. Así pues se hizo con la chaqueta cuyo precio no podía permitírselo cualquiera y abrió la puerta.
Nada más poner el pie fuera se percató de su error al haberse llevado zapatos de suela dura, valorados eso sí en más de quinientos euros. Maldijo por sus adentros el no haber sido prudente y haberse traído calzado cómodo y ropa preparada para la montaña. Si bien es cierto que se informó antes de partir, no cayó en el detalle de verse obligado a caminar a través de senderos montañosos o hacerse camino entre la maleza. Para cuando cayó en la cuenta ya había hecho más de la mitad del trayecto. Así pues, volver no era una opción. Se puso la chaqueta sin verse obligado a arrebujarse en ella. Simplemente se abrochó dos botones y alisó las mangas. Notó el gratificante aire fresco y seco de las montañas golpear su rostro. Cerró los ojos con tal de dejarse llevar por la agradable sensación y comparó por sus adentros la pureza del aire con la capital. Una escueta reflexión le llevo a convencerse a sí mismo de acudir a las montañas una vez se jubile o tome unas vacaciones. Muy probablemente no quedaría mucho para lo primero, pero todavía era demasiado temprano para decir adiós a su trabajo. A pesar de las arrugas aflorar su piel y el pelo blanco asomar en su densa cabellera, aún le quedaban bastantes años de cotización y duro trabajo. Rebuscó por el bolsillo el paquete de tabaco que había comprado justo antes de partir. La prisa por acudir al lugar le privó de echarse un cigarro a medio camino, parando únicamente para echar gasolina y poco más. Además, una de las reglas que disponía en su coche era: no comer, no beber, no fumar; ni tampoco follar. Ese coche debía prevalecer impoluto de principio a fin, hasta que vuelva a ser recompensado una vez más por sus éxitos laborales y le regalen otro nuevo con mejores prestaciones.
Estrenó el paquete y se hizo con un cigarro, llevándoselo a la boca para luego encenderlo con suma delicadeza. La llama del cipo deshizo brevemente las sombras que lo rodeaban, devolviendo la oscuridad una vez finalizada su tarea. A continuación, buscó algún punto de luz que le indicara la presencia de vida pues le hicieron saber que alguien lo recibiría nada más llegar. Empero lo único que percibió era el maullar de los gatos de alrededor y el raudo avance de algún que otro coche en la carretera que marchaba a Aínsa. Más allá de eso, absolutamente nada. El denso silencio y la calma abrumadora abrazaban el lugar como si estuviese envuelto en una burbuja y aislara por completo el exterior. Instantáneamente el hombre sintió una extraña y reconfortante sensación olvidada, quedando prendado de ella al mismo tiempo que maldecía en su interior la razón de su visita. Unos podrían cansarse al poco tiempo, empero quien poseía una vida agitada la echaba a faltar. La tranquilidad a veces no se encuentra al alcance de todos. Por un instante recapacitó si hacía lo correcto al encenderse el cigarro y privar así sus pulmones la entrada de aire puro. Estuvo a punto de arrojarlo al suelo, entero, empero optó por conservarlo y darle una profunda calada al mismo tiempo que se apoyaba sobre su vehículo y contemplaba las miles de estrellas que la contaminación lumínica de la capital le privaban. Al instante, una bocanada de humo blanco ascendió ocultándose entre la calígine de la noche.
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Sonríe a la cámara
Mystery / ThrillerCarlos Ruíz de la Prada es un veterano y reputado detective español cuyos éxitos en la UCO (Unidad Central Operativa) junto con el CNI (Centro Nacional de Inteligencia) lo llevaron a convertirse en toda una leyenda en el mundo del crimen organizado...