Un anhelo de libertad IV

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Y Marta vio como Fina se alejaba y con ella su suerte y bienestar.

Pero ahí, en los infortunios y malestares era donde ella se sentía en confort, donde aparentar era más manejable que mostrar su realidad.

De la Reina lo tenía claro y nada mejor que un buen amigo para confirmarlo.

Levantó el teléfono y le pidió a la operadora que le pusiese con su fotógrafo de confianza.

Marcos no tardó en presentarse en su despacho y mientras Marta le proponía el volver a colaborar juntos en la campaña publicitaria del nuevo perfume, el fotógrafo entendió rápidamente la proposición que había detrás de su oferta laboral.

Con un whisky en mano y un montón de papeles sobre la mesa, Marcos se colocó detrás de Marta y aunque cuando a Marta un mínimo de corazón se colaba en su cerebro, su cuerpo se tensaba y reaccionaba con rechazo, el alcohol y su propia negación, hicieron lo demás.

Fue entonces cuando, mientras los brazos de Marcos rodeaban a Marta y reducían la escasa distancia que había entre ambos cuerpos y su boca se encontraba rozando el cuello de la de la Reina, la puerta se abrió.

Fina llevaba todo el día dándole vueltas a la conversación con Marta.

No entendía cómo le había dicho que sólo sentía amistad.

Cómo Marta, Doña Marta, la mujer con más tablas que había conocido nunca, la que se había enfrentado a todos los hombres de la fábrica y había dejado claro que era ella quien tenía el poder, no era capaz de luchar contra sí misma.

Fina y Marta eran la perfecta antítesis, las dos últimas piezas del puzzle acabado;

Fina, la ilustración de la dulzura.

Marta, la estampa de la firmeza.

Fina, la capacidad de firmeza.

Marta, la necesidad de dulzura.

Y fue esa capacidad de firmeza que caracterizaba las entrañas de Fina la que la empujó a abrir aquella puerta y ver al fotógrafo escondido en el cuello de su señora.

La cara de Marcos era un poema y la de Doña Marta el poemario completo.

Marcos consideró lo más oportuno recoger sus enseres y dejar a aquellos dos ciclones en pleno hervor solos.

- Ems, Fina, yo... balbuceaba Marta mientras sus manos recorrían su pelo y su cara con torpeza.
- Mira Marta, sé que me estoy metiendo donde nadie me ha llamado, pero me vas a permitir darte un consejo que no me has pedido. Introdujo Fina mientras se acercaba a ella con un gesto que denotaba más decepción que enfado, pero con el orgullo suficiente como para demostrarle a Marta que a ella le pesaría mucho el apellido, pero que más le pesaba a Fina su valor para ser quien era.
- Puedes acostarte con todos los hombres de la colonia, que el whisky te haga ver que es eso lo que quieres y que es en esos brazos donde te sientes segura, pero no olvides nunca que lo que sientes aquí - clavó Fina mientras con su dedo índice tocaba el pecho de Marta y sus ojos retaban y atravesaban a Marta - no lo vas a cambiar en tu vida, por muy casada que estés o muchos fotógrafos que te coman la oreja.

Y fue ahí donde Marta explotó, una mezcla entre vergüenza y rabia de sí misma ante la mirada de su Fina, la temperatura de su cuerpo ya hacía rato que había ascendido, el alcohol en su sangre no la apaciguaba y la tensión que había generado Valero con sus palabras fueron la gasolina que le faltaba a la llama.

Marta dio un paso al frente y en un acto inconsciente y empujada por todo el valor que nunca había tenido, colocó su mano derecha sobre el cuello de Fina, mientras que apoyaba su mano izquierda sobre el abdomen de la chica empujándola ligeramente contra la mesa del despacho.

Y allí estaban, Fina y Marta, la hija de chófer y la mediana de los de la Reina, con sus frentes apoyadas, sus respiraciones agitadas y sus bocas entreabiertas a milímetros de distancia.

Por primera vez, Marta tomó las riendas de su vida.

Por primera vez, Doña Marta, fue sólo Marta.

Por primera vez, Marta dominaba su situación personal.

Por primera vez, Marta besó a Fina.

Por primera vez, Marta se dejó llevar.

Por primera vez, Marta entendió el significado de la palabra amor.

Y por primera vez,

el poderío de Marta y la ternura de Fina,

la suavidad de Marta y las agallas de Fina,

fueron una.

Las dos piezas del puzzle acabado.

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