Un anhelo de libertad VI

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Y de nuevo, frente con frente, sus miradas se volvieron a ver en un ambiente cargado de deseo.

Y al fin, cuatro intensos ojos conectaron en la misma dirección, con las respiraciones marcando el ritmo de la situación, un sonido que a la mañana siguiente aun las seguía estremeciendo al recordarlo.

En la oscuridad de aquella noche, hasta el más ciego podría trazar la cadencia de las caderas de Marta al ritmo de su excitación, describir la delicadeza de su sudor deslizándose por su abdomen o medir el ángulo de inclinación de su cabeza respecto al eje de su pecho, pero a Fina le bastaba con vibrar al contacto con su piel, con estremecerse cuando su mano alcanzaba a descansar sobre ella, con sentir que compartían culpabilidad en aquel desastre inagotable, tan profundo como intensas eran sus miradas desnudándose, tan penetrante como los gemidos amordazados en sus cuellos, tan vehemente como los dedos de Fina enredándose en el pelo de Marta.

Sobre Fina, Marta, marcando la distancia a escasos centímetros, con su muslo entre las piernas de la morena, era tan incesante el deseo de sentir su piel como constante eran aquellas ganas de nunca terminar el juego que ambas ya habían perdido más veces de las que nunca habían jugado.

Entonces, Fina toma el control por desesperación.

Un giro que las separa, dos gemidos al unísono, tres dedos a su boca, cuatro botones fuera, cinco veces han perdido la cuenta, un tirón a la blusa de Marta que la pega a Fina, la mano de la dependienta en el cuello de su jefa, y la de Marta suplicándole que siga.

Un beso, dos gemidos ahogados, tres segundos de tregua, cuatro pasos, cinco veces más hubiese deseado Marta sentir el frío de aquella pared en su espada.

De rodillas, frente a ella, sus pieles protagonistas, de reparto la ropa repartida por la habitación.

Primer acercamiento, segunda vez al límite, tercera vez que le pide a Fina que siga, cuarta vez que repite su nombre, cinco veces ya la había vuelto a recordar Marta a la mañana siguiente, demasiado pocas eran para repetir esa escena.

Y allí estaba Doña Marta, en su oficina, con sus manos aferrándose a la mesa, deseando que aquella madera fuese la cadera de Fina, con la espalda en arco pensando en el recorrido de su saliva por el abdomen de su chica, pensando en sus dedos entre las piernas de Fina, pensando en la perfecta armonía que creaban los gemidos de ambas sin discrepancia. 

Recordando aquel constante cambio de rol de placer incesante, igual de incesante que era ahora su deseo de volver a sentir el sabor de Fina. 

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