Arco 4, la infiltración

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La mañana del jueves

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La mañana del jueves.

ꟷMa, ¿necesitas ayuda con los perros?ꟷ preguntó en un elevado pero perezoso tono Leonel, mientras miraba por la ventana de su habitación que a la distancia su madre intentaba abrir el portón de madera del patio para sacar el auto.

Sus perros, activos y oportunos, veían la oportunidad perfecta para sus incansables ocasiones de intentar salirse del hogar para pasearse por el pueblo. Dos grandes caninos, un macho y una hembra de una raza incierta que, probablemente, eran el producto de un cruce. Peludos, en una mezcla entre marrón y negro, con azarosas manchas de blanco en sus cuerpos y algún que otro pelo suelto por sus caras, eran realmente arte abstracto. A sus 3 años, revoltosos, con la lengua afuera a plena luz de un envolvente amanecer, parecían estar complicando la salida del carro.

ꟷ¡Tania! ¡Obi! ¡vengan para acá!ꟷ gritaba María Carmen, con el pañuelo en su cabeza intentando sujetarlo mientras, fallidamente, perseguía a sus mascotas ꟷAgh, emm, ¡Oscar! ¡Pará! No prendas el auto todavía, ¡se van a escapar!

Aún con su café en la mano, Leonel quien yacía recostado en su cama, amanecido hace apenas escasos minutos, ya se había despertado por el desparpajo de la situación. «Uno no puede desperezarse tranquilo...» pensaba, mientras se estiraba para levantarse de una vez.

ꟷ¡Cielo!ꟷ respondía el padre Oscar, refiriéndose a su mujer ꟷ¿ya los agarraste? Si no arranco a prenderlo ahora después se apaga, ¡ya sabes que Cacho está en las últimas!

Ruidos por doquier, definitivamente el hogar de los Rodríguez era un caos y, bueno, apenas eran las 6 y media de la mañana. Para una familia que vive sus días al límite, nunca hay horario específico para convertir su rutina en un habitual despropósito. Sin embargo, cierto era, lograban hacer de su caos, un gran chiste a contar cuando termine, pues la buena energía abundaba para los más normales y acalorados vecinos del pueblo.

ꟷ¡No! ¡No puedo! ¡Obi! Vení, tengo comidita para darteꟷ persistía, imitando un puñadito en su mano, como si tuviese algo para darle al macho domesticado a medias.

Obi, revoloteándose en éxtasis por sentir el placer de poder correr libremente una vez más, poco le importaba lo que su dueña pueda darle y, agitando su cola ferozmente, solo denotaba su felicidad salvaje e inagotable. Lengua afuera, ojitos achinados por el viento dando de frente en su cara, corría en círculos por el verde pastizal de su patio, esperando fervientemente que el portón sea abierto del todo para huir hacia unas aventuras que solo él sabría a dónde le llevarían.

Nublado por sus emociones, sin prestar atención a su entorno y simplemente dedicarse a esquivar a María Carmen, tonto él, olvidó que en su familia eran 3 y, de una interrupción repentina, sintió como la inercia lo frenó y su collar le apretó su cuello, haciéndole tropezar. En efecto, el adormitado Leonel, astuto, se situó en una de las esquinas del pequeño hogar y, cuando Obi pasó a su lado, le sujetó de su rojizo collar.

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