4- LA ESTRELLA

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ABRIL

En segundo año, Yael me invitó a celebrar Pésaj con ella y su familia.

Así fue como terminé conociendo a sus abuelos, tíos, tías y primas. Entre todos, se las arreglaron para hacerme sentir en casa sin siquiera intentarlo.

Nunca tuve relación con mis abuelos de ningún lado de la familia, así que conocer a los de mi amiga fue bastante nuevo. Su abuela olía a miel y flores, tenía una sonrisa enorme y el cabello corto en un afro. Su abuelo era flacucho y le había dado su sonrisa a Yael. Ella se llamaba Betania y él, Jairo. Ambos se veían más jóvenes de lo que eran y estaban jubilados, pero su abuelo tenía un terreno detrás de la casa y ahí criaba gallinas y cultivaba limones, maíz y naranjas. El culantro crecía en el patio sin que tú tuvieras que hacerle nada.

El día que llegué me enteré de que la idea de invitarme había sido de ellos, pues Yael, sabiendo que yo era cristiana, no quería incomodarme. Yo sinceramente jamás me sentí conectada a ninguna religión, pero quería conocer mejor a mi amiga, así que acepté la invitación con gusto. Su familia era preciosa, y en un solo día me hicieron sentir más bienvenida que en los dos años que llevaba viviendo con mis propios padres.

Al año siguiente, Yael me invitó de nuevo. Y después, comenzó a preguntarme si quería quedarme a dormir donde sus abuelos. Este año, me extendió una invitación doble: acompañarla en el Pesaj y quedarme a dormir con ella.

Yo pedí permiso para ir con un mes de antelación, y conseguí, tras muchas negociaciones, que me dejaran ir. A mamá no le gustaba que participara en tradiciones de «la otra religión», pero a mí no podía importarme menos su opinión en este tema. Así que la madre de Yael me recogió una mañana de viernes, sin que mi madre saliera de la casa para despedirme o saludar. Tuvimos la suerte de que los calendarios religiosos de ambas coincidieron a la perfección, por lo que pude pasar todo el fin de semana en casa de sus abuelos, donde ella se la pasaba durante las vacaciones, incluso cuando vivía en la capital de pequeña.

Varias veces los acompañaba en el sabat; la casa de sus abuelos estaba a diez minutos a pie de la sinagoga, y según ellos, los padres de Betania se habían asentado en ese pueblo, justamente por la cercanía y la comunidad judía que se llegó a formar ahí durante esos años.

Me encantaba oírlos hablar, ver sus rostros solemnes y marcados por las sonrisas de tantos años. Yael se burlaba de mí, diciendo que quería más a sus abuelos que a ella, pero en el fondosé que ella entendía el porqué.

Quedarme a dormir en casa de Yael siempre era divertido. No era común, pero eso solo hacía que la pasáramos mejor. Siempre había algo que hacer con ella: cocinar, ver películas, documentales, escuchar música y echar cuento hasta bien llegada la madrugada.

Antes de Yael, yo no tenía una sola amiga para hacer estas cosas. Por lo que tener la oportunidad ahora era algo estático para mí.

Justo como nosotras ese día, también llegaron a visitar los tíos y tías, primas y el único primo varón de la generación de Yael: un recién nacido llamado Antonio. Después de tantas visitas, yo ya estaba bastante familiarizada con la mayoría de sus rostros; las primas más cercanas de Yael, las menores y que más iban de visita a casa de Betania y Jairo, eran cuatro. Yael no se llevaba bien con ninguna de ellas.

Cuando llegamos, solo estaban dos de las primas: Bianca y Alitzei, hermanas, sentadas en el suelo del portal. Yael saludó a todos y les dio un beso a cada uno en la mejilla. Cuando se inclinó para saludarlas, Alitzei dijo, mirándola con una mueca de desaprobación:

―¿Trenzas todavía? ¿No fuiste con la muchacha que te dije la otra vez, para que te arregle ese pelo? Se te ve superdesaliñado.

Yael se quedó muy quieta. Yo estaba detrás suyo, como un espectador a través de una pantalla. Me fijé en sus trenzas, preciosas y largas hasta su cintura, coronadas en las puntas por cuentas de un crema sobrio.

El arte de pasarse notas en claseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora