MAYO
Yael me perdonó casi de inmediato, cuando le expliqué lo que pasó, pero yo de cierto modo hubiera preferido que me gritara o me quitara el habla; se sentía extraño ser perdonada tan fácilmente, sin advertencias ni condiciones ni comentarios dolorosos. Yael solo me sonrió, pasó sus brazos por encima de mis hombros, su versión de un abrazo, y dijo que no pasaba nada. Me preguntó cuánto gané por la tutoría, y, cuando le respondí, cambió el tema sin más. Ningún drama, ninguna discusión.
Era aterrador, la verdad.
El veintitrés de mayo era el cumpleaños de Santiago, que justamente caía un viernes. Yo le rogué a mi mamá que me dejara ir a su fiesta, sin mucho éxito, pero al final bastó una llamada de la madre de Santiago para que me diera permiso.
Yo me fui de casa esa mañana del viernes con una bolsa llena de la ropa que me iba a poner y el maquillaje que tenía. No sabía si se le podía llamar maquillaje a un labial y a un rímel casi seco que me había comprado en el chino de la esquina hace años, y un blush compacto viejísimo que mi mamá me dio porque ya no quería, pero me gustaba maquillarme. Me gustaba, principalmente, que Yael me maquillara.
Ella sí sabía lo que era tener cosas lindas: su cuarto, fuera en casa de su mamá, su papá o sus abuelos, estaba lleno de regalos y adornos preciosos que recolectó a lo largo de los años. Le daban un aspecto elegante, pero despreocupado, a tal punto que parecía salido de Pinterest. En casa de su madre, donde estábamos ese día, tenía una cama de dos plazas, una ventana enorme con plantas y una peinadora color rosa viejo. Para mí, que compartía un cuartito con mi hermano, era lo más lindo que había visto en años.
Yael insistió en maquillarme y yo la dejé, porque a mí me gustaba más el acabado cuando ella lo hacía; era de las pocas veces en las que me sentía bonita de verdad. Me puso una sombra que iba con el color de mi suéter y me aplicó el blush que yo había traído.
―No te pongo mi corrector porque tu piel es muy clara.
―O tú eres muy negra.
Ella me pegó en la cabeza con una brocha. Yo me quejé, pero no me dolió casi nada.
―Iba a decir que ni lo necesitas porque así estás muy linda y no necesitas casi nada, pero ahora te jodes.
―Ya me lo dijiste...
―No, ahora te voy a maquillar como payaso.
Solté una carcajada. Ella me tomó del mentón con delicadeza y prosiguió a delinear mis labios y mis párpados.
De pronto, había tanto silencio. Incluso la música de su Spotify había parado. Miré su rostro como pocas veces me permitía hacerlo; su mueca de concentración, las pequeñas pecas que adornaban el puente de su nariz, los baby hairs que ya había peinado nítidamente con un cepillo.
Llevábamos siendo amigas desde primer año. Ahora estábamos en cuarto. Parecía tan poco, pero se sentía como una eternidad.
Me soltó, diciendo que ya estaba lista de cara, pero no de cabello. Me llevó al baño, hizo que me sentara en una silla que trajo del comedor y comenzó a peinarme.
Recordé entonces una de las primeras ocasiones en las que fui a su casa. Se estaba definiendo el cabello mientras me explicaba cada paso. Yo había dicho «Me encantaría tener el cabello rizado. El mío solo se enreda, está superfeo y esponjado», y ella dejó de hacer lo que estaba haciendo, miró mi cabello con atención un segundo, y contestó "Es que tú también lo tienes rizo, pero no te peinas como debes."
Yo le pregunté a qué se refería. Ella hizo que me mojara el cabello bajo la ducha, y pasó el resto de la tarde peinando, gastando y diluyendo sus cremas caras en agua porque «mi cabello era más fino que el de ella». Me explicó cómo se hacía y me prometió ayudarme a conseguir productos «hechos para mí». Lo que sea que cualquiera de esas cosas significase.
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El arte de pasarse notas en clase
RomanceCuarto año de secundaria. Las cosas se complican para Yael cuando un chico comienza a coquetearle a su mejor amiga Helena, y teme perderla ante las garras de un primer romance adolescente. Helena está decidida a ignorar la situación hasta que esta d...