3- YO SÍ 'TOY SALÁ

29 4 0
                                    

ABRIL

Para la primera semana de abril, los chicos de cuarto año todavía no teníamos profesor de química asignado, así que la profesora de español de sexto año (una mujer bajita, entrada en años, con el cabello negro salpicado por muy pocas canas), nos cuidaba en una de las dos horas de química que teníamos los martes.

Uno de esos martes, Yael entró a mi salón de hurtadillas. La profesora ni siquiera levantó la vista de sus papeles. Mi amiga solo me saludó con la mano, intentando disimular, y se sentó en el puesto vacío a mi lado.

―¿Qué haces aquí?

―¿No te alegra verme? ―preguntó, reída como siempre, descansando el rostro con el brazo apoyado sobre el pupitre de Santiago.

―No si estás perdiendo clases por venir a echar cuento ―respondí.

Ella rodó los ojos, sabiendo que era imposible discutir conmigo.

―El profe de geografía se tuvo que ir temprano ―explicó―. Nos dijo la consejera que su hija va a dar a luz.

―Pero ¿no se supone que nacía en dos meses?

Yael se encogió de hombros.

―Cuando la vida te llama, te llama. ¿Por qué estás sola hoy? ¿Y tu novio?

Hice una mueca de desagrado ante el último comentario y le pellizqué la nariz para borrarle la sonrisita inquisidora del rostro. Ella rio y sacudió la cabeza para librarse de mí.

―Santiago, que es amigo de las dos ―puntualicé―, está resfriado.

Yael alzó las cejas, sin sorprenderse en absoluto.

―Maldito pollito de feria ―suspiró―. Se enferma con todo y con nada. Si no se cuida mejor, quedarás viuda.

―Te voy a sapear con la profe.

―¡Ya, ya! Perdón ―se apresuró ella, riendo. Yo me puse de pie lentamente, sin intenciones de decir absolutamente nada a la profesora, pero con ganas de molestar. Ella me tomó de la mano y tiró hacia abajo, intentando hacer que me sentara―. Perdóname la vida, Helena de Troya, discúlpame. No volveré a mencionar el nombre de tu amante...

―¡Profe!

―¡Nada, nada! Perdón. ¡Ya me callo! ―insistió Yael, susurrando y riendo, y, aunque no tenía la fuerza para hacer que me sentara, yo lo hice igualmente.

La profesora sí levantó la vista, pero como nadie dijo nada ni volvió a llamarla, volvió a ignorarnos.

―¿Ya terminaste? ―le pregunté a Yael en voz baja, alzando una sola ceja en forma de advertencia.

―Sí, sí, disculpa. No me mandes a matar.

―Debería hacerlo. Por traidora.

Ella soltó una risita.

―¿Tus papás todavía creen que tú y Santiago son algo?

―No; porque les dije que tiene novia. Cosa que es verdad. Así que deja de andar con la jodedera o me voy a enojar contigo.

Desde la llegada de Santiago al colegio en tercer año, cuando nos asignaron juntos para un trabajo de parejas y tuve que reunirme en casa de él, mi madre quedó convencida de que yo estaba perdida en una especie de romance. Pero en vez de hacer un escándalo al respecto, solo me dijo un día, mientras cenábamos junto con papá y Saúl: «Cuidado vas a salir con tu domingo siete».

Yo no entendí lo que eso significaba hasta meses después de esa conversación, cuando la madre de Yael me lo explicó. Todavía no superaba la vergüenza de haberle preguntado.

El arte de pasarse notas en claseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora