MARZO
Podría decirse que las cosas comenzaron a complicarse el día que le rompí la nariz a un chico del club de fútbol.
Bueno, no le rompí la nariz. Tan solo sangró un poquito, y ni siquiera fue mi intención, aunque claramente fue mi culpa. Más bien, fue de ambos, e incluso fue culpa de un tercero: culpa mía, por distraerme, culpa de él, por correr tan cerca mío, y culpa de Yael, por ser la causa de mi distracción.
Era marzo, y en tres días comenzaría clases de cuarto año. Llevaba dos semanas encerrada en mi casa, viendo cómo las horas avanzaban con una zozobra prácticamente surreal, escuchando las quejas de mi madre y mordiéndome la lengua para evitar que se desatara la Tercera Guerra Mundial, y hablando con Yael por WhatsApp las pocas veces que tenía el celular cargado mientras esperaba a que volviera de casa de sus abuelos, que estaba metida donde el diablo perdió la chancleta.
Ese día ni siquiera me sentía nerviosa por nuestro partido (un amistoso contra un equipo masculino del club), porque ella iría a verme jugar, y después, sin importar si ganábamos o no, me llevaría a su casa para pasar un último día juntas antes de comenzar clases de media.
Después de hoy, mi madre no me planeaba dejar salir a ningún lado, pues habíamos discutido justamente esa mañana.
En mi defensa, ella se lo buscó.
La entrenadora nos sentó a todas en las gradas frente a la cancha para darnos una advertencia disfrazada de discurso motivacional: no le importaba que fuera un amistoso entre equipos del mismo club, pues quería vernos a todas jugando como si se tratara de la Copa del Mundo. Yo intentaba escuchar lo que decía, en serio, e intentaba tomármelo en serio, pero me moría del sueño, y Yael no respondía mis mensajes desde la mañana.
Tenía los ojos fijos en los estacionamientos del club, a varios metros de nosotras. Observaba la carretera, más adelante, esperando a que en cualquier momento apareciera la camioneta roja de la mamá de Yael, con mi amiga en el asiento del copiloto y su sonrisa enorme brillando a través del vidrio ahumado.
A mi lado, Camila me dio un codazo. Yo me giré y vi cómo me pelaba los ojos y movía los labios para decir:
―Presta atención.
Su espalda descansaba contra las rodillas de una chica sentada una grada más arriba. Camila sostenía dos colitas y un cepillo mientras nuestra compañera le tejía dos trenzas francesas.
La entrenadora terminó de hablar justo cuando el equipo de los varones entraba a la cancha. Nosotras nos dispersamos.
Antes de hacer nada, volví a revisar mi teléfono: ni rastro de Yael. Suspiré, lo metí en mi bolsa, me puse en posición. La entrenadora sonó el silbato e intenté meterme en el juego.
Nuestro equipo era uno tremendamente hecho a medias: uniformes de segunda mano, con cero fondos, y los únicos partidos que teníamos eran simples amistosos contra equipos del mismo club. Inicialmente había sido un equipo "mixto", pero los pocos varones se fueron saliendo hasta que solo quedamos nosotras.
Los chicos de los demás equipos solían dejarnos en paz, pues nos veíamos tan inofensivas que no les daba ni para burlarse. Pero ese día competíamos con unos gigantes que llevaban saliendo a campeonatos de temporada desde antes que yo supiera cómo patear un balón. Yo era mediocampista justamente por mi altura, y aún así el más bajito entre ellos me superaba por una cabeza entera. Seguramente estaban cansados de ganar campeonatos.
Bueno, ahora sí me estaba cagando del miedo.
No solo estábamos descoordinadas, sino que el equipo contrario jugaba sucio. Empujones, truquitos exasperantes, zancadillas y qué no. Desde el otro lado de la cancha podía ver a Camila, diminuta en comparación con los muchachos, con el rostro tan rojo como su cabello mientras intentaba pasarle la pelota a una compañera.
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El arte de pasarse notas en clase
RomanceCuarto año de secundaria. Las cosas se complican para Yael cuando un chico comienza a coquetearle a su mejor amiga Helena, y teme perderla ante las garras de un primer romance adolescente. Helena está decidida a ignorar la situación hasta que esta d...