Disparador perfil: 𝘼𝙙𝙫𝙚𝙣𝙩𝙪𝙧𝙚

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Hoy, tras pasar un mes sola, sin señales de ningún otro ser humano cerca, encontré el camino de vuelta al campamento.

De vuelta a casa.

Lo primero que reconocí fue el cercado que habíamos puesto para delimitar la zona donde practicábamos tiro. Luego, reconocí el sauce llorón debajo de cuyas ramas solíamos escondernos con Guillermina para leer las novelas eróticas que habíamos encontrado abandonadas en la habitación de una casa deshabitada, en uno de los tantos viajes a las ciudades cercanas. Rápidamente divisé el inmenso árbol que habíamos podado estratégicamente para ampliar la visibilidad desde su copa, convirtiéndolo en un puesto de vigilancia en el que solíamos montar guardias de a dos.

Pero un sabor amargo se expandió en mi lengua, arrasando y finalmente extinguiendo la emoción y la alegría que sentía por volver a casa, en cuanto ví que el puesto de vigilancia estaba vacío. Descuidado. Incluso las ramas habían vuelto a crecer.

Apuré el paso.

Hace unos meses, quizás un año, habíamos talado los arbustos y desmalezado un gran pedazo de monte para convertirlo en una especie de campo. Luego de fabricar un corral, colocamos dentro gallinas ponedoras de huevo, cerdos y vacas. Josefina, una de las chicas del campamento que en el pasado militaba un estilo de vida orgánico y tenía su propia huerta en casa, había despejado una parte del campo para plantar algunas verduras y hortalizas. Como el campito estaba relativamente lejos del campamento, cada semana rotábamos para cuidar de los animales y las verduras en grupos de a cuatro.

En cuanto llegué a nuestro pequeño terreno agropecuario y lo vi vacío y destrozado, con los cercos caídos y los vegetales arrancados de la tierra sin cuidado, sentí el corazón dejar de latir. En el suelo reposaba el cadáver de un cerdo a medio descomponer, y sólo quedaban vivas una o dos gallinas que pululaban por el área. Las cuatro carpas de los guardias estaban revueltas y casi vacías, como si se hubieran marchado en un apuro.

Me lancé a correr el último tramo a toda velocidad.

El campamento estaba oculto entre los árboles y la densidad de la vegetación. Me contaron que lo habían escondido así luego de haber necesitado mudarse por unos inconvenientes que estaban teniendo con otro grupo que se hacían llamar "Los Cóndores". La mayoría de los de ese grupo eran e̶s̶c̶o̶r̶i̶a̶s̶ h̶u̶m̶a̶n̶a̶s ex-convictos que habían escapado de una cárcel que quedó en ruinas luego del Cataclismo. Ellos solían saquear y vaciar sus almacenes, abusaban de las mujeres y molían a golpes a los hombres. Mis compañeros, cuando tuvieron la oportunidad hace tres años, huyeron y se escondieron en la frondosidad del monte.

Divisé, camuflada en una de las ramas más altas de uno de los arbustos que crecían metros y metros hacia arriba, una de las tiras de lino color beige que solíamos colocar para indicarnos entre nosotros que estábamos cerca del campamento. Continué avanzando, encontrando esas tiras cada vez más cercanas, en intervalos de distancia decrecientes.

Finalmente llegué al campamento. Lo encontré destrozado y consumido hasta las cenizas.

Avancé dando traspiés, incapaz de desviar la mirada de la escena frente a mí. Carpas completas reducidas a polvo. La única cabaña que habíamos edificado entre todos con tanto esfuerzo, en el centro del campamento, donde guardábamos los granos, la carne seca y la grasa de cerdo, hecha una montaña de ceniza.

Mis pies se enredaron en algo, una especie de rama carbonizada, que me hizo trastabillar y caer de rodillas. Algo me llamó la atención en ese objeto y, cuando me volví para mirar con mayor detenimiento el causante de mi caída y de mis rodillas y palmas de las manos raspadas y sangrantes, observé horrorizada cómo esa rama tenía forma humanoide.

Volví la vista al frente y, mientras me apeaba, decidí no confirmar de qué se trataba.

Jovanna detuvo su escritura al oír un crujido detrás de ella. Se apeó de un salto y apuntó con una flecha hacia la dirección en donde oyó el sonido.

Pero no disparó. No lo hizo porque allí venían Federico, Tamara, Rodrigo y Marcos. El grupo del que se había separado en el desprendimiento de tierra hace un mes, cuando se dirigían a comprobar la existencia de un supuesto albergue que el gobierno había inaugurado en una provincia vecina y del cual se habían enterado por unos panfletos que había tirados en el suelo en una ciudad cercana al campamento.

—¡Virgen Santísima! —exclamó Marcos al verla —. Jovanna... ¡Estás viva!

Los cinco se fundieron en un abrazo reconfortante.

Y le contaron todo.

Ellos habían vuelto apenas hacía una semana. Luego de perderla en el desprendimiento, fueron emboscados por un grupo de la pandilla de Los Cóndores. Ganaron, pero en el ataque fallecieron Facundo e Isabella, dos compañeros más.

Gracias a la lengua suelta de uno de los bandidos, lograron enterarse de una verdad devastadora: no existía ningún albergue. Fue todo una trampa de Los Cóndores para alejar a los más expertos en supervivencia, los mejores luchadores y tiradores, del campamento. Sabían que los enviarían a ellos.

Principalmente, sabían que enviarían a Guillermina, Facundo y Federico, quienes más sabían usar armas de fuego. A Rodrigo y Marcos, que eran boxeadores, y a Tamara, que sabía muay thai. Isabella, Nicolás y Jovanna simplemente tuvieron... suerte.

Apenas supieron del engaño, volvieron a toda prisa. Pero llegaron tarde.

El campamento ya había sido arrasado y quemado, habían matado a algunos y secuestrado a otros, y se habían llevado todo el ganado y los granos. Lo único que encontraron al volver, además de las ruinas del campamento y los cuerpos de algunos compañeros, fue una enorme pancarta formada por cuatro sábanas atadas por los extremos, colgando entre dos árboles, en donde se podía leer en tinta roja como la sangre:

«DIVIDE   Y  VENCERAS»

No había firma propiamente dicha. Pero aquél dibujo en una esquina, esa silueta de un cóndor levantando vuelo, era suficiente para identificarlos.

Los habían engañado. Los Cóndores lo habían hecho.

Ahora, los harían pagar.

EL CATACLISMODonde viven las historias. Descúbrelo ahora