Disparador: perfil 𝙖𝙘𝙩𝙞𝙤𝙣.

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Hoy peleé contra un puma.

Tengo una herida que sus garras me dejaron en el brazo como prueba, ̶u̶n̶a̶ ̶q̶u̶e̶ ̶m̶e̶ ̶v̶a̶ ̶a̶ ̶d̶e̶j̶a̶r̶ ̶u̶n̶a̶ ̶c̶i̶c̶a̶t̶r̶i̶z̶ ̶g̶e̶n̶i̶a̶l̶.

Había comenzado el día tranquila. Desperté antes del amanecer y decidí aprovechar el día para cazar algo. Anoche terminé lo que quedaba de la carne del último zorro que había cazado, y sólo me quedan un par de latas de arvejas que encontré dando vueltas por la ciudad. Y si algo he aprendido durante todo el tiempo que pasé sola antes y ahora es que, si quiero mantener mi fuerza para sobrevivir, la carne no debe faltar en mi dieta.

Así que salí en búsqueda de algún pájaro u otro zorro para cazar.

Llevaba dando vueltas por el bosque unas cuatro o cinco horas cuando una violenta tormenta se desató. Los vientos huracanados azotaban con violencia las copas de los cedros, sus ramas latigueaban vehemente hacia todos lados, y algunas caían a cortas y peligrosas distancias de mí.

Cuando la frondosidad de los árboles ya no me dió refugio y las continuas gotas de lluvia me aporrearon sin piedad y dificultaron mi vista, decidí emprender el viaje de vuelta.

Pero en el momento en que giré sobre mis talones lo ví.

Una mirada color miel con vetas verdosas clavada en mí. Una nariz arrugada, unos amarillentos y filosos colmillos. Unas grandes orejas reclinadas hacia atrás, con sus puntas redondeadas. Una larga cola esponjada a pesar de la lluvia, recta y fija hacia abajo.

Un puma agazapado en la rama más baja de un árbol a tres metros de distancia de mí.

Quedé hipnotizada. Ante su majestuosa e intimidante belleza. Ante sus tonificados y tensos músculos, ante sus gruesas y filosas garras clavadas en la madera del árbol.

Él dió un paso hacia adelante y yo hacia atrás.

Él gruñó y mi cuerpo tembló desde el rincón más profundo de mi alma.

Él avanzó de un salto, y yo retrocedí corriendo.

No fue una idea muy inteligente de mi parte. Si el animal aún no me veía como presa, ahora seguro que lo hacía.

Pero para mi mala o buena suerte, ̶a̶ú̶n̶ ̶n̶o̶ ̶l̶o̶ ̶d̶e̶c̶i̶d̶o̶, mi pie aterrizó en una roca resbalosa y llena de musgo. Patiné y caí hacia atrás justo para ver al puma saltar por encima de mí y aterrizar unos metros más adelante.

No pudo haber sido buena suerte porque mi tobillo comenzó a doler como mil demonios al volver a lesionarlo ̶y̶ ̶a̶h̶o̶r̶a̶ ̶q̶u̶e̶ ̶l̶o̶ ̶v̶e̶o̶ ̶b̶i̶e̶n̶,̶ ̶v̶o̶l̶v̶i̶ó̶ ̶a̶ ̶h̶i̶n̶c̶h̶a̶r̶s̶e̶ ̶u̶n̶ ̶p̶o̶c̶o̶. Porque me golpeé la cabeza con fuerza. Y porque la flecha que tenía en manos se me cayó y la perdí.

Pero tampoco pudo ser mala suerte porque, de no haber caído, el puma me hubiera alcanzado por la espalda y eso sería todo. Hubiera sido mi fin.

Un nuevo gruñido de parte del animal me hizo volver a estar alerta. Con rapidez, saqué una flecha mojada de mi carcaj y apunté al felino cuando este cargaba otra vez hacia mí.

Disparé, pero no dí en el blanco: le apuntaba al pecho. Le dí a la pata izquierda.

La sangre comenzó a brotar de su nueva herida a borbotones, mezclándose y diluyéndose con el agua de la lluvia. El puma trastabilló y cayó a la par que yo me apeaba y volvía a correr en dirección contraria al animal.

Me encontraba en una carrera contra la muerte.

Por un momento pensé que había logrado perder al animal. Pero, antes de poder relajarme, escuché su pesado galope sobre el suelo mojado y su agitada y rasposa respiración por encima de la lluvia.

Cada vez más cerca. Pisándome los talones. Respirándome en la nuca.

Algo dentro mío me gritó. "¡Ahora!" dijo. Y yo obedecí.

Saqué otra flecha de mi carcaj y me volteé mientras la ponía en posición y me tiraba de espaldas al suelo de nuevo, tensando la cuerda. El puma volvió a saltar sobre mí, pero esta vez reaccionó a tiempo y llegó a darme un zarpazo en el brazo que tenía estirado con el arco. Al sentir el ardor y el dolor en mi carne, solté la flecha.

Dí en el blanco. Le dí en el pecho.

El animal cayó como un saco de arena unos metros por delante de mí.

Además del azote de las gotas de lluvia, ahora sólo se escuchaba mi agitada respiración mientras continuaba tirada en el barro intentando recobrar el aliento, y la errática y agónica respiración del animal que estaba muriendo. Él o ella emitía un sonido lastimero que era una mezcla entre gruñido y gemido entre respiración y respiración, logrando que la culpa me acribillara incluso antes de que disminuyera la adrenalina.

Sufría. Él o ella estaba sufriendo.

Así que reuní mis fuerzas restantes y me levanté. Tensé una nueva flecha y apunté a su cabeza.

Su mirada me golpeó cuando se encontró con la mía. Transmitía dolor y sufrimiento, agonía y... miedo.

Miedo.

Y yo lloré. Lloré porque él no era un monstruo. No era una bestia. No era un ser malvado y emergido del infierno para torturarme.

No.

Él tenía hambre. Como yo. Y lo estaba matando por querer cazarme por... por tener hambre.

Sentí que esos ojos ambarinos con motas color verde selva me reflejaban. Eran los mios. Cada vez que mataba a un ciervo. A un conejo. A un zorro. A un pato.

Cerré los ojos con fuerza antes de soltar la flecha. No quise ver cómo la vida de esos ojos se apagaba. El sonido de la punta de piedra atravesando carne y hueso, el sonido de sus pulmones desinflándose por última vez y un último gimoteo fueron confirmación suficiente.

Até como pude su cuerpo con una cuerda y comencé a arrastrarlo de vuelta a mi guarida en el colegio.

Y lloré.

Cazar o ser cazado.

Sólo estamos sobreviviendo.

EL CATACLISMODonde viven las historias. Descúbrelo ahora