REVELACIONES INQUIETANTES

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El nuevo año comenzó con buen pie en el sentido de que poco a poco me estaba aclimatando bien al colegio Degrelle. Mi relación con los compañeros de clase iba mejorando y además parecía que me había hecho un hueco en el grupo de los chavales más populares del centro y sobre todo, de los que tenían los planes más divertidos. Cierto era que salvo con Troya, no tenía gran confianza con el resto de integrantes de este grupo, pero esperaba que con el tiempo eso se fuese solucionando.

En tema de estudios, tampoco me fue mal ese año. Las notas de la primera y segunda evaluación fueron buenas. En inglés y mates parecía que había logrado reducir considerablemente la desventaja que arrastraba de cursos anteriores y las nuevas materias no se me dieron mal. Otro factor importante fue que mi relación con los profesores era excelente. Desde mi llegada al colegio había adoptado la política de ser extremadamente serio en clase y no molestar en modo alguno a los maestros como había hecho en el instituto. Aparte de eso, no podía evitar que a veces mis intervenciones en clase fuesen un poco toscas o viscerales, para cachondeo general de mis compañeros, pero eso a los profesores no pareció disgustarles y hasta parecía que les hacía algo de gracia. En el fondo creo que eso les hizo apreciarme más aún, pues veían a un desastre de chaval que estaba haciendo serios esfuerzos por reformarse y prosperar. Esto en cierta manera, supongo, les haría sentirse como más realizados en su vocación docente. Nada más gratificante, sobre todo para algunas profesoras, que reformar a un (atractivo) cenutrio y convertirle en un buen chico. Las profes de inglés y la de historia estaban encantadas con mi evolución y hasta cogí algo de enchufe con ellas. Todo pintaba bien en el segundo curso de bachillerato. Ya solo con la inercia positiva que llevaba y manteniendo el mismo nivel de trabajo, podía esperar buenas notas en general y ninguna sorpresa desagradable hasta final de curso. El fantasma del fracaso escolar se iba diluyendo cada vez más a mi paso por Degrelle y eso me hacía muy feliz, a mí y a mis padres, o al menos así debería de haber sido.

Desgraciadamente, y para sorpresa mía, mi mejoría en el desempeño en los estudios no parecía estar contribuyendo sustancialmente en mejorar mi relación con mis padres en general ni el clima que se respiraba en casa. Mis progenitores, en especial mi padre, parecía que siempre encontraban un motivo para discutir o pelearse conmigo y esto no hizo sino ir en aumento durante 1996. Ahora que en los estudios no iba mal, mi viejo siempre encontraba alguna excusa para soltarme una buena bronca de vez en cuando, muchas veces de manera totalmente arbitraria e inmerecida. Por una parte, es verdad que lidiar con un adolescente en casa puede ser molesto, pero mi padre se pasaba muchas veces de frenada y sus ataques pasaron gradualmente de criticar mi comportamiento a directamente atacarme a mí como persona. Este comportamiento no era constante, sino que seguía unos patrones que tras varias crisis empecé a identificar. Durante unos días mi padre estaba tranquilo, a veces hasta majete, aunque casi siempre distante, como enfocado en su trabajo y sus cosas. Poco a poco, sin embargo, la tensión se iba acumulando hasta el punto en el que mi viejo montaba un escándalo impresionante en casa por cualquier nimiedad. A veces el detonante era yo, algo que había hecho, o no había hecho, más raramente eran mis hermanos pequeños y otras mi madre, o cualquier otra persona que se cruzase en su camino en un mal momento. Incluso la televisión, las noticias, algo en la política, la sociedad o la economía de este país nuestro, que le soliviantaba y le enfurecía. Entonces estallaba una tormenta de gritos, juramentos y hasta pequeños destrozos que duraba una o dos horas interminables. Luego una calma tensa los siguientes días que se iría diluyendo poco a poco y duraba hasta el siguiente ciclo. Sin embargo, cada episodio dejaba un poso de amargura y resentimiento que se iba acumulando someramente, primero en él mismo y luego en todos los habitantes del domicilio familiar. En mis tiempos de fracasado escolar, o de gamberrillo impenitente, yo siempre achacaba estos sucesos a mí fechorías, pero tras mi redención en el Degrelle, empecé a preguntarme si eso era normal, o mi padre había llegado a un punto que había perdido la chaveta completamente.

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