2º DE BACHILLERATO

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Poco tiempo duró la luna de miel con mis padres. Una semana después del final del curso ya empezaron otra vez con sus gritos, sus peleas y sus faltas de respeto hacia mí. No entendía nada. Había pasado un año difícil en el colegio que ellos habían elegido, pero me había adaptado y había conseguido superar el curso con un muy digno notable bajo, e incluso el Real Madrid había por fin ganado la liga. No sé si sería por el calor infernal que hacía ya, porque mi padre no se encontraba muy bien, o las presiones que la vida familiar o laboral ejercen en las personas viejas, pero lo cierto es que mis padres estaban insoportables, a un nivel nunca visto. Casi hasta me empezaban a dar miedo.

No quise saber más. Un fin de semana cogimos un autobús de línea mis hermanos y yo y nos fuimos al pueblo, donde mis tíos vendrían a recogernos a la estación. Por un momento sentí hasta lástima por mi madre, por abandonarla con un loco turbulento como mi viejo, pero no podía más. El pueblo sería todo lo aburrido que tú quieras, y mis tíos unos tacaños que no se invitaban ni a una cocacola, pero al menos allí habría paz. Allí no me despertarían los gritos de mi padre hecho una furia por cualquier nimiedad, como que alguien se había dejado un plato sin fregar o que nuestro perro Piletus, se había hecho pis en una alfombra. Allí no tendría que escuchar a mi madre llorar por las esquinas, ni empezar a temblar cada vez que el jefe llegaba a casa con cara de mal humor. Incluso a veces cerraba con pestillo la puerta de mi cuarto por la noche antes de ir a dormir. De ese chiflado te puedes esperar cualquier cosa, pensaba.

No me dio ninguna pena irme. No tenía nada que hacer en Madrid durante el verano. No tenía amigos. Lo más parecido a amigos era mi pandilla del comedor y mi colega de Taekwondo Pepe el Rubio. Los primeros desaparecieron el último día de clase y me dejaron comer solo... el último día de clase más triste y deprimente de la historia, y tampoco tenía sus teléfonos ni habíamos dicho nada de quedar. Mi amistad con ellos era solo circunstancial, para pasar el rato del comedor y nada más, y además eran pardillos a morir. Con Pepe me llevaba bien, pero el tío, cualquier cosa que no fuese el taekwondo, el boxeo, las pesas o entrenar de alguna manera, no le interesaba y además él ya tenía los amigos de su instituto.

Con este panorama, hice lo mejor que pude hacer. Irme al pueblo y al menos descansar. Dos meses y medio sin pensar en los estudios, en los amigos (que no tenía) o en mis padres. Aburrido sí, pero ¡qué paz! Sorprendentemente, mis padres apenas fueron por el pueblo ese año, cosas del trabajo supuse, así que doble relax. La guerra cotidiana empezaría otra vez el quince de septiembre de 1995, pero hasta entonces a disfrutar del sosiego que nos brindaba la España rural y provinciana del Tractor Amarillo y los años noventa.

El tiempo fue pasando y el día llegó. Otra vez me tocó levantarme sin ganas y acudir al colegio Degrelle, donde tan bien me había ido en los estudios, pero donde tan pocos amigos tenía. Durante todo el año anterior había fantaseado con que si aprobaba todo mis viejos me dejarían volver al Instituto Torquemada, pero no parecían mucho por la labor. Además de eso, en el Degrelle me había ido muy bien académicamente y no quise arriesgarme a estropearlo, y tampoco creía que fuese a servir de nada volver allí. En el instituto ya nadie se acordaría de mí y me rompería el corazón ver que la bella Amaya seguramente estaría saliendo con algún chico mayor y más alto que yo. Mejor aceptar lo malo conocido y contentarse con haber ahuyentado al fantasma del fracaso escolar por el momento.

En los últimos años, me di cuenta, había tenido problemas con mis amigos de toda la vida, con mis padres, no había logrado encajar en el instituto y ahora tampoco en el Colegio Degrelle. Quizás, la explicación más lógica y sencilla era que yo era una persona mermada socialmente y que las relaciones personales no eran lo mío, ya fuese en el colegio, en el instituto, en casa o en la puta calle. Por alguna razón, yo no le gustaba a la gente, a la gente en general, y por eso me evitaban o me machacaban a veces. Justo o injusto, pensé, parecía que todo el mundo estaba contra mí y empecé a adoptar una mentalidad de "yo contra el mundo", de persona "asediada". Habría que seguir estudiando, seguir entrenando y continuar contra viento y madera. Ya no era un niño pequeño y tendría que espabilarme y luchar por lo mío, aunque no me ayudase nadie. Triste realidad o delirios paranoides de un adolescente melodramático, lo cierto es que esa fue la mentalidad con la que empecé segundo de bachillerato en el Colegio Degrelle.

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