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Desde que tenía memoria, Aemond siempre se había metido en líos por culpa de sus pintas o su carácter brusco. Para él, eso era el pan de cada día; peleas serias, peste a basura, heridas que no paraban de acumularse al no tener tiempo de curarse en condiciones... Su vida era como una película de poco presupuesto, pero él ya estaba acostumbrado.

Cuando se dio cuenta, ya no había nada a su alrededor que le importara realmente. Aunque, para él, era más cómodo estar solo. Por eso, cuando Daemon le dedicaba una sonrisa y le dirigía palabras amables, cuando le ponía un plato en la mesa o cuando... lo tocaba, se sentía raro. Como si estuviera llevando de repente ropa muy incómoda.

Pero lo que más lo fastidiaba de todo aquello, era que estaba comenzando a acostumbrarse a esa convivencia.

Sentados en la pequeña mesa de la cocina, en la cual cabían a duras penas dos platos, un par de vasos y los cubiertos, Aemond y Daemon cenaban tranquilamente escuchando la televisión de fondo.

–Toma –el mayor le ofreció el último trozo de pollo que quedaba en la bandeja–. Si quieres más, dímelo. Aún hay un montón metido en el horno –no respondió nada, ni un simple gracias, ni siquiera un sonido nasal, solo se dispuso a comer en silencio–. ¿Qué tal sabe? ¿Pica mucho? De vuelta del trabajo he visto que había un local nuevo y lo he comprado ahí.

Elevó la vista, cansado.

–El pollo picante sabe igual en todas partes, ¿no?

Aemond no paraba de pensar en lo que ocurrió entre ellos aquel día. Daemon no había sido capaz de mirarlo a la cara por mucho tiempo desde entonces, y a veces, no lo miraba directamente. ¿Acaso pensaba hacer como si nada de aquello hubiera pasado? Bueno, puede que fuera lo mejor.

–Por cierto... –comentó el mayor con gesto preocupado–. No hay manera de ponerme en contacto con el casero. Ese solo responde rápido cuando hay que pagar el alquiler. ¡Ah! y dame la ropa que llevas, luego me pasaré por la lavandería.

–Me iré hoy –soltó a bocajarro, haciendo que Daemon dejara incluso de masticar.

–¿A dónde? –preguntó, intentando no evidenciar lo ansioso que comenzó a sentirse por dentro.

–¡¿Y a ti qué más te da!? No tengo intención de quedarme a vivir aquí.

Daemon se encogió un poco ante su mordacidad, pero procuró no mostrárselo.

–Ya, pero... aún no estás del todo curado, ¿no?

–Puedo moverme; con eso basta.

El mayor dejó los cubiertos apoyados sobre la mesa y lo miró con algo más de seriedad. Ahora era Aemond quien evitaba mirarlo.

LLUVIA DE MEDIANOCHE | daemondDonde viven las historias. Descúbrelo ahora