Día 3: Apocalipsis

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Fushiguro e Itadori disfrutaban de su inmenso amor. Con mucho esfuerzo, lograron comprar su casa y hacía relativamente poco habían contraído matrimonio, una ceremonia a la que solo asistió su círculo más cercano. El primero trabajaba como veterinario en una reconocida clínica de la ciudad, y el segundo ejercía el oficio de maestro de prescolar en un colegio cercano a su hogar. Ambos compaginaban sus horarios de la mejor manera para fortalecer su reciente enlace. Sin embargo, nunca esperaron tener que enfrentar una desgracia tan surrealista; ni siquiera en sus peores pesadillas se hubieran imaginado que en Japón ocurriría un apocalipsis zombi. En las noticias se mostraban vídeos de gente desesperada por salvar sus vidas, mientras eran perseguidos por innumerables personas desfiguradas, actuando sin consciencia.

Varias de las prefecturas del país nipón habían sido destruidas, los locales comerciales fueron vandalizados y los sobrevivientes buscaban huir lo antes posible de las zonas afectadas. Megumi no podía creer lo que veía, hacía unos días todo era calma, y ahora el caos se apoderaba de las calles en todas partes. Rápidamente, el hombre de cabello negro prestó atención a las indicaciones que los periodistas mencionaban, entre ellas: debían almacenar lo necesario y dirigirse hacia las montañas, llevar consigo alimentos enlatados y armas de fuego para defenderse de los llamados no muertos, apuntando directamente a la cabeza. Los medios recalcaban que las personas convertidas en zombis no podían razonar, así que todos tenían el deber de priorizar su propia seguridad.

Yuji palideció al mirar los planos que enfocaban las cámaras, agarró el brazo de Megumi e inconscientemente apretó sus dedos alrededor. Sabía que tenían que irse antes de que el virus o el mal que causó dicho fenómeno apocalíptico llegara a Kanagawa, lugar en el que residían. Eran cerca de las siete de la mañana y el matrimonio se preparaba para ir hacia sus respectivos trabajos como un día normal dentro de su rutina, pero el inquietante aviso de la televisión y la señal de las bocinas que se utilizaban en casos de catástrofes naturales los frenaron de sus labores. Fushiguro observó a su joven esposo y decidió actuar con rapidez.

—No podemos permanecer un minuto más aquí —comentó con voz calmada, Megumi, sosteniendo suavemente los brazos de un confundido Yuji—. La gente en el vecindario está empezando a desplazarse; es seguro que utilicen sus autos para ir hacia los puntos más altos de Kanagawa.

—Los niños de la escuela, Megumi —susurró desconcertado el chico de cabello rosa, con la mirada perdida—. No los puedo dejar atrás, son muy pequeños para entender lo que sucede.

—Tenemos que preocuparnos por nosotros, Yuji. Comprendo lo apegado que estás con tus estudiantes, pero no hay tiempo para pensar en los demás. —analizó seriamente Fushiguro, frunciendo el ceño—. De todas formas, ellos cuentan con el apoyo de sus padres.

—Esto parece que no es real, se siente como si estuviéramos metidos en una película de terror —murmuró asustado el más joven del matrimonio—, pero sé que tienes razón, aunque me cuesta ser egoísta.

Fushiguro se solidarizaba con su esposo, Yuji, quien siempre buscaba que todos estuvieran bien. Incluso tenía la costumbre, desde pequeño, de anteponer su vida por encima de otros, sin importar que su propia seguridad estuviera en riesgo. El mayor besó la frente de Itadori y luego le indicó que siguiera las recomendaciones del noticiero. Ambos guardaron en sus bolsas comida, agua y suministros esenciales. Por último, Megumi fue por la única arma que había en el hogar en caso de una emergencia. Una vez se aseguraron de llevar todo lo necesario, decidieron no utilizar el automóvil, ya que las calles estaban congestionadas de gente yendo hacia el mismo destino.

—No te separes de mí —dijo Fushiguro, sosteniendo la mano de Yuji—. Conozco otro camino para ir hacia la montaña.

—¿Es la ruta del bosque? —preguntó Itadori, entrelazando sus dedos con los de Megumi—. Recuerdo que en nuestras primeras citas me llevaste al lago.

—Estamos más seguros en la selva que recorriendo las calles infestadas de zombis —respondió el moreno, mirando a ambos lados—. Además, solo tenemos una pistola con pocas balas; debemos guardarlas por si ocurre una eventualidad.

—¿Puedo pedirte un favor, Megumi? —pidió el de cabello rosado, deteniendo su andar—. Si me convierto en uno de esos extraños humanos, te ruego que me mates.

—¡Jamás voy a permitir que te pase algo, así que no vuelvas a decir eso! —ordenó alterado el de ojos color esmeralda—. Confiemos en que saldremos de este infierno y llegaremos bien.

Yuji guardó silencio y solo se limitó a asentir con la cabeza. No quería preocupar a su esposo con sus pensamientos trágicos, pero el miedo lo llevaba a divagar. Durante el camino, ninguno de los dos habló; estaban sumidos en sus preocupaciones, dejándose guiar por el instinto de supervivencia. A pesar de sus temores, la pareja se aseguró de protegerse mutuamente, pues no podían imaginarse vivir el uno sin el otro.

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