Cuando Manuel llegó al hospital al día siguiente se quedó sorprendido, y enfadado, al comprobar que su ex mujer se había marchado ya.
-¿Dónde ha ido?
-No tengo ni idea -contestó la enfermera-. Quizá no quiera que usted lo sepa.
Manuel soltó una palabrota y la enfermera se cruzó de brazos, indignada.
-Nos pidió expresamente que no le diéramos su dirección.
-¿Ah, sí?
-Pues sí -contestó ella, sin dejarse amedrentar-. Y, como usted sabe, los informes de los pacientes son confidenciales. A menos que sea usted un pariente muy cercano, no tiene derecho a saber nada sobre la señora Hogaza.
-Muchas gracias por su ayuda, señorita -replicó él, sarcástico.
-De nada, señor Mijares.
-Ya.
Manuel salió del hospital y, mientras iba al aparcamiento, sacó el móvil del bolsillo para llamar a su secretaria.
-Elaine, consígueme la dirección de Lucero Hogaza. Haz lo que tengas que hacer para encontrarla.
-¿Tú no la tienes?
-¡Si la tuviera no te la pediría! -exclamó él, impaciente-. Es mi ex mujer. Lo último que quería después del divorcio era saber nada de ella.
-¿Y para qué quieres ahora su dirección? Manuel se pasó una mano por el pelo. El universo entero estaba contra él.
-Porque la necesito... y deja de hacer preguntas o tu paga de Navidad se verá considerablemente recortada.
Elaine soltó una carcajada.
-Te llamaré en diez minutos.
-Que sean cinco o estás despedida.
Su secretaria llamó en tres minutos y medio.
-Lucero vive en Epping -le dijo, orgullosa, antes de darle la dirección-. Pero yo creo que deberías calmarte un poco antes de ir a verla.
-Gracias por el consejo, pero ya sabes dónde puedes metértelo.
-Sólo intento ayudar.
-Ponte a escribir algo en el ordenador... ¿no te pago para eso? -exclamó Manuel. Por supuesto, antes de colgar pudo oír la risita irónica de Elaine-. Mujeres...
Aunque sabía que tenía razón. Debía calmarse un poco antes de hablar con Lucero.
¿De verdad lo odiaba tanto?
Sí, lo odiaba, aceptó, tragando saliva. ¿Por qué si no iba a desaparecer sin dejar una dirección?
Cuando llegó al edificio de apartamentos esperó un poco para tranquilizarse. Luego pulsó el botón de su casa, pero no hubo respuesta. Volvió a apretarlo, dejando el dedo durante un buen rato...
-¿Quién es? -oyó la irritada voz de Lucero.
-Soy yo.
Silencio.
-Vete. No quiero verte.
-Tenemos cosas que discutir y no podemos hacerlo a través de un portero automático. ¿Quieres que se entere todo el mundo? Lucero tardó tanto en contestar que Manuel pensó que lo había dejado en medio de la calle hablando solo. Estaba a punto de apretar el botón cuando ella dijo por fin:
-Voy a bajar. Podemos hablar en el parque. Quiero que estemos en terreno neutral.
-Muy bien, como quieras. Pero al menos deja que entre en el portal. Me siento como un idiota esperando en la calle.
Lucero pulsó el botón que abría el portal y Manuel se colocó frente al ascensor, que estaba bajando en ese momento. Pero no era Lucero, sino una señora mayor con un carro de la compra que lo miró como si fuera un atracador.
-¿Quién es usted? -le espetó-. ¿Y quién le ha abierto el portal?
Manuel abrió la boca para contestar, pero Lucero lo hizo por él.
-No se preocupe, señora Mickleton. Es mi... invitado.
-¿Cómo has bajado? -exclamó Manuel-. ¿Hay otro ascensor?
-He bajado por la escalera.
-¿Diez pisos?
-Te aseguro que bajar escaleras es mucho más fácil que subirlas.
Él se quedó boquiabierto.
-¿Subes andando diez pisos?
-Antes no, pero desde que nos quedamos encerrados aquel día... además, tengo que hacer ejercicio.
-¡Por Dios bendito, Lucero! No pensarás seguir haciendo eso, ¿no?
-Pues sí. -Vamos al parque -dijo Manuel entonces, tomándola del brazo-. Esa señora me da escalofríos.
-¡Le he oído, jovencito!
-Y oirá muchas más cosas si se queda por aquí -murmuró él, abriendo el portal.
-¿Por qué eres tan grosero?
-¿Qué hacía esa señora cotilleando?
-Es una anciana que vive sola... no tiene familia.
-Mira, no estoy aquí para hablar de tus vecinos, estoy aquí para hablar de nosotros. Tenemos que resolver esta situación. Y si otra mujer, joven o vieja, vuelve a hacérmelo pasar mal hoy no respondo.
-Ah, me alegra saber que no soy la única. ¿Quién se ha metido contigo?
-La enfermera del hospital... o, más bien, el perro guardián del hospital. Qué carácter. Luego a mi secretaria se le olvidó que soy yo quien le paga ofreciéndome consejos sobre mi vida personal. Y ahora esa cotilla del ascensor...
-Pobrecito, qué pena me das.
-¿Por qué desapareciste sin dejar una dirección, Lucero?
-Porque no me apetecía discutir -contestó ella-. Pensé que sería más fácil dejar que pasara el tiempo y tranquilizartes un poco... ¿cómo me has encontrado, por cierto? Mi dirección no está en la guía.
Manuel dejó escapar un largo e impaciente suspiro.
-En algunas, raras, ocasiones, mi secretaria se gana el sueldo.
Lucero tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Estaba empezando a pensar que Manuel había encontrado a la secretaria perfecta, alguien que le hacía frente en lugar de sentirse intimidada.
-¿Desde cuándo vives aquí?
-Compré el piso poco después del divorcio.
-¿Y vives sola? -A veces.
Manuel la miró, sorprendido.
-¿Te refieres a una compañera de piso... o a un compañero?
-¿Esto es un interrogatorio?
Él se mantuvo en silencio hasta que estuvieron sentados en un banco del parque.
-Lucero... -empezó a decir, tomando su mano-. Quiero que vengas a vivir conmigo. -No -dijo ella, apartando la mano.
-Muy bien, prometo no tocarte.
-No te creo.
Manuel tampoco lo creía. Se excitaba sólo con tenerla cerca. Tendría que ser muy fuerte porque Lucero exudaba una sensualidad irresistible. Al menos, siempre había sido irresistible para él.
-¿Por qué no quieres? ¿Es una cosa general o por algo en concreto?
-¿Cómo puedes preguntar eso? No estaríamos en esta situación si tus intenciones no hubieran sido bien concretas en el hotel.
-Yo no quería hacer el amor aquel día...
-¡Ja!
-Te lo juro.
-Ya, claro. Me temo que no pasaría la prueba del detector de mentiras, señor Mijares.
-Sí, bueno... -Manuel tuvo que sonreír-. Debo confesar que cuando nos quedamos encerrados en ese ascensor... la verdad es que me pareció muy excitante.
-Pues no lo demostraste.
-No podía bajarme los pantalones con una cámara de seguridad grabándolo todo. Lucero arrugó el ceño. No se le había ocurrido pensar en la cámara de seguridad. Estaba demasiado ocupada intentando controlar la atracción que sentía por su ex marido.
-Si no hubiera sido por esa cámara habría sugerido que lo hiciéramos allí mismo. Claro que podríamos haber acabado cayendo al sótano de golpe... Aunque ahora que lo pienso, no sería mala forma de morir.
Lucero cruzó las piernas primorosamente para disimular que aquella conversación la estaba poniendo nerviosa.
-Así que esperaste hasta que estuvimos a solas, ¿no? Qué considerado.
-Mira, te aseguro que no volverá a ocurrir. Sé que no me crees, pero a partir de ahora no te tocaré un pelo.
-Tú no sabes estar con una mujer sin tocarla.
-No he tocado a la señora del ascensor, ¿no? Y a mi secretaria tampoco.
-Entonces, sólo quedo yo.
-Puedo ser casto.
-Eso es como pedirle a un león que sea vegetariano.
-Venga, Lucero, por favor. No quiero perderme esto... el embarazo. Es mi hijo, ¿no? Quiero vivirlo, quiero ver cómo cambia tu cuerpo. No me dejes fuera.
Lucero se mordió los labios, insegura.
Se perdería muchas cosas si no la veía durante meses. Y, después de todo, él era el padre del niño. Debía tener algún derecho... aunque a ella no le hiciera ninguna gracia. En su trabajo como abogada en los barrios más pobres de Sidney, había lidiado con muchos padres que sólo podían ver a sus hijos una vez al mes y sabía cómo sufrían por ello. Además, esos desmayos la habían asustado. Ella no se había desmayado en toda su vida. ¿Y si se caía por la escalera? Ya era un esfuerzo terrible... ¿cómo sería cuando estuviera de ocho meses?
Sabía que debería subir en el ascensor, pero... después de la experiencia del hotel le resultaba imposible.
-¿Puedo pensármelo? -preguntó.
-Te doy una semana.
-Dos.
-Diez días.
Ella dejó escapar un suspiro.
-Muy bien, diez días. Entonces te daré mi respuesta.
Manuel pareció satisfecho con el acuerdo y, después de unos minutos de conversación, volvieron hacia el portal.
-Te acompaño arriba.
-No, gracias. Además, yo subo por la escalera.
-¿Qué? ¿Y si te mareas? ¿Y si te caes?
-No voy a...
-Muy bien, si te pones así de cabezota, te subiré en brazos.
-¿Qué? Tú estás loco... Muy bien, subiré en el ascensor -suspiró Lucero-. Hala, ya puedes irte.
-En cuanto me dé la vuelta subirás por las escaleras, te conozco. No, creo que esperaré hasta que se cierren las puertas -replicó Manuel, cruzándose de brazos.
-Eres un hombres muy, pero que muy fastidioso -dijo ella entonces-. ¿Te lo había dicho alguna vez?
-Unas cien mil veces... una vez al día durante los tres años de matrimonio.
-Vuelve a tu cueva, aquí no hay sitio para ti -replicó Lucero, pulsando el botón de su planta.
Cuando las puertas se cerraron, Manuel estaba sonriendo, pero ella tardó nueve plantas y media en tranquilizarse.
Y entonces se dio cuenta de lo que había hecho. Manuel Mijares, su ex marido, había conseguido que volviera a subir en un ascensor. No había pensado en su miedo en absoluto...
Sólo había pensado en él.
Manuel miró la tarjeta que su secretaria le había llevado con el correo.
-¿Qué es esto?
-Una cita para la consulta del ginecólogo. Tu ex mujer la ha enviado, por si acaso querías ir con ella. Tiene que hacerse una ecografía.
-¿Y cómo sabes tú todo eso? -exclamó Manuel.
Elaine señaló las orejas de un osito de peluche que sobresalían de una bolsa.
-Pistas, señor Mijares -contestó, imitando su voz-. Pistas que son pertinentes para el caso.
-Ya veo que no tienes suficiente trabajo -murmuró él, irritado.
-¿De cuántos meses está?
-De cuatro.
-Ah, entonces nacerá en invierno.
-No sé cuándo es la fecha del parto -confesó él, golpeando su cuaderno con el bolígrafo-. En junio, me imagino.
-Entonces, la conferencia que, según tú, fue una completa pérdida de tiempo, no lo fue después de todo, ¿eh? -sonrió Elaine.
Manuel la fulminó con la mirada, pero ella soltó una risita.
-No te preocupes, yo creo que serás un padre estupendo.
-Pues no lo hice tan bien como marido. A saber qué clase de padre podría ser yo.
-¿Es pertinente preguntar qué falló en tu matrimonio?
Manuel se levantó, fulminándola de nuevo con la mirada.
-No, no es pertinente.
-¿Se lo has dicho a tu familia?
-No, estoy intentando reunir valor.
-Buena suerte.
-Sí -murmuró él, pasándose una mano por el pelo-. Suerte es justo lo que necesito.Hola!!
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