-¿Quieres champán, Lucero? -la voz de Bryce, falsamente alegre, la devolvió al presente.
-No, gracias.
-Un poco de alcohol no te hará daño, mujer -dijo la señora Mijares.
-Lucero no puede tomar alcohol -contestó Manuel por ella-. Está embarazada.
Ella lo miró, sorprendida. Aja, de modo que las cosas no eran tan ideales en el hogar de los Mijares...
Eleanor hacía lo que podía para mantener la cara, pero la tensión se mascaba en el ambiente.
-¿Manuel te ha dicho que Phoebe, Imogen y Harriet están a punto de terminar un Master? -preguntó Bryce.
-No, no lo sabía.
-Yo no entiendo por qué quieren complicarse la vida con tantos estudios -suspiró la señora Mijares-. El matrimonio de Harriet se está resintiendo, desde luego. Neil ha amenazado con dejarla varias veces, pero ella no quiere hacerle caso.
-¿Por qué no quiere Neil que su mujer tenga estudios universitarios? -preguntó Lucero Eleanor abrió la boca para contestar, pero pareció pensárselo mejor.
-Bueno, cuéntanos, Lucero... ¿qué has hecho todos estos años? -preguntó su marido-. Trabajar para algún bufete importante, supongo.
Lucero estaba segura de que Bryce Mijares sabía perfectamente dónde trabajaba y sólo hacía la pregunta para remarcar las diferencias entre Manuel y ella.
-Como sabes, Bryce, es muy raro que una mujer logre convertirse en socia de un bufete importante.
-Venga, papá -intervino Manuel, conciliador-. No vamos a discutir. Lucero y yo queríamos anunciar que vamos a tener un hijo y que hemos decidido vivir juntos. No quiero que se disguste.
Sabía que su preocupación era por el niño y no por ella, pero se alegró de que interviniera a su favor. Durante la cena, preparada con la típica pompa de la familia Mijares, todos seguían tensos. Eleanor ni siquiera probó bocado y no se molestó en disimular.
Bryce intentaba animar la conversación, pero no dejaba de llenar su copa, como si así pudiera evitar la mirada de su hijo.
Cuando terminaron el postre, pasaron al saloncito en el que se serviría el café. Lucero quería irse de allí lo antes posible, pero tuvo que soportar el silencio, roto sólo por el ocasional ruido de las tazas de porcelana al posarse sobre el plato.
Después de lo que le parecieron unas horas interminables, Manuel se levantó.
-Nos vamos. Mañana tengo que levantarme temprano y Lucero debe estar agotada.
-Sí, claro, claro -asintió Eleanor, sin poder disimular su alivio.
Una vez en el coche, Manuel se volvió hacia ella.
-¿Lo has pasado muy mal?
-Regular.
-¿Sólo regular?
-Tus padres ya no parecen tan contentos contigo. ¿Por qué, les has decepcionado?
Manuel miró la carretera, en silencio.
-Algo así -contestó por fin.
-¿En qué sentido? ¿Tiene algo que ver conmigo?
-Es posible... la verdad es que tardé algún tiempo en darme cuenta de que mis padres son... unas personas muy frívolas. Ellos miden a la gente sólo por el dinero que tengan o por su apellido, no por el carácter o la fibra moral. Y un día me di cuenta de que, si no hacía algo, acabaría siendo como ellos -contestó Manuel, mirándola de reojo-. Tú, por supuesto, ya habías visto el parecido.
Lucero no contestó. -Hace un par de años, mi madre hizo un comentario desdeñoso sobre ti. Supongo que lo había hecho más de una vez, pero sólo entonces me di cuenta... y entendí cómo debía haber sido para ti. Eras tan joven, tan inexperta entonces... no podías competir con los Mijares.
-¿Incluyéndote a ti? -preguntó Lucero.
Manuel esperó hasta que estuvieron en el garaje para contestar:
-Incluyéndome a mí. Y aquí estás otra vez, en la línea de fuego. Todo por una absurda jugarreta del destino.
Estaba mirándola a los ojos y Lucero tuvo que carraspear, nerviosa. Los de Manuel se habían oscurecido, cargados de pasión...
Y no protestó cuando inclinó la cabeza para buscar sus labios. No sólo no protestó, sino que le devolvió el beso con toda su alma. Sintió la instantánea reacción cuando él la apretó contra su pecho, una reacción tan primaria que no podía controlarla.
Manuel bajó una mano para acariciar sus pechos, apartando hábilmente el top para acariciar el sensible pezón con la punta de los dedos. Sus pechos siempre habían sido muy sensibles, pero con las hormonas del embarazo, el placer era casi insoportable. Manuel se apartó entonces, mirándola con los ojos nublados de pasión.
-¿Por qué no seguimos dentro?
Lucero recuperó el sentido común de inmediato. ¿En qué había estado pensando? ¿Por qué se había dejado llevar así? ¿Qué creía, que las cosas volverían a ser como antes, como si no hubieran pasado aquellos cinco años?
Sí, Manuel por fin había visto cómo eran sus padres, pero eso no cambiaba nada.
No la quería.
Lucero sabía que no habría vuelto a su vida si no estuviera embarazada. El Manuel que había conocido en el pasado no dejaba que nada ni nadie se interpusiera en su camino. Si la hubiera querido, habría ido a buscarla a pesar del divorcio, habría hecho algo...
Pero no hizo nada.
-No -dijo por fin.
-¿No quieres que sigamos dentro?
-Ni dentro ni fuera.
-Ya veo.
Lucero abrió la puerta del coche, pero en unos segundos Manuel estaba a su lado.
-Me deseas, pero estás dispuesta a castigarte a ti misma para vengarte de mí.
-Ya te he dicho que no estoy interesa en tener relaciones contigo -replicó ella.
-Vas a tener un hijo mío, cariño. ¿Qué estás haciendo, reservándote para alguien especial?
-Pues sí, la verdad es que estoy reservándome para alguien especial.
-¿Ah, sí? ¿Quién? ¿Alguien que yo conozca?
-No me apetece seguir hablando de esto. -No, claro -replicó él-. No te gusta sentarte en el banquillo de los acusados. Ese puesto ha sido para mí durante todos estos años.
-Si eso es lo que te corresponde...
-Hice lo que pude, Lucero. Trabajé horas y horas, pero no era suficiente para ti. Tú querías lo que yo no podía darte.
-Sí, claro, me dabas todo lo que el dinero puede comprar, pero había una cosa que no estabas dispuesto a darme, José Manuel Mijares.
-¿Qué?
-A ti mismo.
-Supongo que ahora vas a contarme en detalle todas las veces que te dejé sola, todas las ocasiones en las que no te demostré cariño o no dije lo que debería haber dicho... Lo que tú querías era un modelo de marido perfecto, pero eso no existe. Yo no soy una marioneta, Lucero. Soy un hombre con sentimientos y con problemas, como todo el mundo. Me equivoqué muchas veces, sí. Pero también tú te equivocaste.
-Mira, déjalo...
-Muchas veces me habría gustado contarte con lo que me enfrentaba en el trabajo, pero no lo hacía porque sabía que a ti sólo te importaban tus cosas, tus problemas. Que te importaba un bledo lo que me pasara a mí. -Muchas veces me habría gustado contarte con lo que me enfrentaba en el trabajo, pero no lo hacía porque sabía que a ti sólo te importaban tus cosas, tus problemas. Que te importaba un bledo lo que me pasara a mí.
-¡Eso no es verdad! ¡Yo siempre estaba dispuesta a escucharte!
-¿Ah, sí? Siempre estabas hablando de la injusticia de esto o lo otro, que el matrimonio era una institución diseñada para mantener a la mujer en casa... ¿nunca se te ocurrió pensar que también yo tenía que soportar injusticias? Yo tenía que traer dinero a casa mientras tú estabas en la universidad, pero ¿me quejé alguna vez? Trabajaba ochenta y cuatro horas a la semana con objeto de crear un futuro para los dos, pero no sabía que tú trabajabas el doble para destruirlo.
-En nuestro matrimonio sólo podía haber una carrerea y ésa era la tuya -replicó Lucero-. Y me habría gustado saber eso antes de casarme.
-Por Dios bendito... ¿qué querías que hiciera, una lista de todos los problemas con los que podríamos tener que enfrentarnos para decidir si te interesaba o no?
-Yo hice lo que pude...
-¡Y yo también!
-Sí, pues está claro que ninguno de los dos hizo suficiente -dijo Lucero por fin.
-Sí, esto está claro -suspiró él-. En fin, ya sabes dónde está tu habitación. Buenas noches.
Lucero lo observó desaparecer por el pasillo, pensativa. ¿Sería posible... sería posible que la culpa no fuera sólo de Manuel?