Manuel empezó a besarla en cuanto llegaron al garaje, sin salir del coche, algo que empezaba a convertirse en una costumbre. La besaba con urgencia, con un deseo que ni podía ni quería disimular. Y tampoco Lucero quiso disimular esa noche.
Él apartó la delgada tela de su vestido para acariciar uno de sus pezones, su cálida lengua moviéndose sobre la punta en una caricia tan embriagadora que Lucero dejó escapar un gemido.
Pero cuando intentó desabrochar su cinturón, Manuel la detuvo.
-No, aquí no. Vamos arriba.
Ella lo deseaba allí, en aquel momento, antes de que cambiara de opinión, de modo que desabrochó el cinturón y tiró del pantalón y los calzoncillos a la vez para acariciar su miembro desnudo.
-Eres una mujer obstinada, ¿eh?
-Desde luego que sí.
Manuel le levantó el vestido hasta la cintura, le quitó las braguitas y se colocó encima. Lucero contuvo el aliento cuando sujetó sus caderas para colocarse en la posición adecuada...
Y cuando lo sintió dentro dejó escapar un grito de placer. Allí era donde lo deseaba.
Sabía que estaba intentando contenerse, pero no pensaba dejar que bajara el ritmo, clavando las uñas en sus nalgas para empujarlo... y él lo hacía, cada vez más fuerte, aplastándola contra el asiento del coche. Sus embestidas eran salvajes y cuando por fin llegó al final, temblando, se abrazó a ella como si fuera un salvavidas.
Y Lucero no quería que la soltara nunca.
Por fin, él se apartó un poco para mirarla.
-¿Por qué pones esa cara? ¿No lo has pasado bien?
Qué típico de Manuel abaratar lo que acababa de ocurrir entre ellos.
-Espero que tú sí lo hayas pasado bien -replicó, enfadada.
-Yo siempre lo paso bien contigo, Lu.
-Me alegro mucho de servir para algo.
-Oye, espera un momento... ¿qué pasa?
-Nada.
-¿Cómo que nada? Estás enfadada, pero no sé por qué. Me estás dejando fuera otra vez.
-¿Ah, sí? A lo mejor es que no me gusta que trivialices cada vez que... que...
-¿Hacemos el amor?
-Que tenemos relaciones sexuales, Manuel. No hacemos el amor.
-¿Ah, no? Bueno, como tú quieras. Me da igual cómo lo llames.
-Y supongo que también te da igual con quién te acuestas.
-No, eso no me da igual -suspiró él-. Y en cuanto a trivializar lo nuestro... lo que pasa es que, aún después de todo este tiempo, sigo sin saber qué hacer contigo, Lu. La verdad es que no creo que pueda soportar este... arreglo durante mucho tiempo.
Quería cortar con ella, pensó Lucero, aterrada. Quería que se separaran. A pesar del niño.
-Muy bien. Es posible que sea lo mejor. Yo podría quedarme en casa de Eliza -dijo Lucero, abriendo la puerta del coche.
-Pero...
Manuel no pudo detenerla. Como tantas otras veces, cuando se enfadaba sencillamente desaparecía... dejando tras de sí el repiqueteo de sus tacones.
Suspirando, cerró la puerta del coche y apagó la luz del garaje.
Lucero, su Lucerito... tan complicada. La amaba, pensó entonces. Por fin podía admitirlo.
La amaba, nunca había dejado de amarla.
¿Cuándo no la había querido? Sin ella, sólo estaba vivo a medias. Y en cuanto la vio en la conferencia, su corazón se puso a latir como no había latido en cinco largos años.
Quizá lo del embarazo no había sido un accidente, quizá sus genes habían decidido que ella era la única compañera posible.
El único problema era que Lucero no era feliz. Ella no había querido tener hijos. ¿Cómo iba a ser feliz ahora, embarazada sin haberlo planeado?
¿Y cómo iba a convencerla de que estaban hechos el uno para el otro? ¿Cómo iba a convencerla de que debían volver a casarse porque, sencillamente, no podía vivir sin ella?
Lucero estaba guardando sus cosas en la maleta con esa serena determinación que lo asustaba más que su fiero temperamento.
-¿Puedo ayudarte?
-No, gracias.
-¿Cuánto tiempo estarás en casa de Eliza?
-No lo sé, un par de días.
-Lu...
-Mira, déjalo. Los dos necesitamos respirar. Además, a Eliza y a los niños les vendrá bien un poco de compañía en este momento.
-Pero...
-No quiero que volvamos a hablar sobre nuestra... relación. No sirve de nada.
-Como tú quieras.
Manuel llevó su maleta al coche y, después de guardarla en el maletero, la vio sentarse frente al volante.
-Te llamaré -murmuró Lucero, colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja.
-Muy bien. Ya sabes dónde encontrarme.
Lucero apenas podía ver la carretera porque tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no detuvo el coche hasta que estuvo bien lejos de la casa. No quería que Manuel supiera cuánto le dolía marcharse. Aunque sólo fueran unos días.
Cuando llegó a casa de Eliza, su amiga la recibió con cara de susto.
-¿Manuel te ha echado de casa?
-No, es que... quería estar sola unos días. He venido aquí porque alquilé mi apartamento y...
-Me parece muy bien. Pero pareces cansada.
-Lo estoy. Agotada. Y me gustaría irme a la cama. ¿Te importa?
-No, claro que no. Lu...
-¿Qué?
-¿Le has dicho a Manuel lo que sientes por él?
-¿Para qué? No quiero presionarlo más, con el embarazo es suficiente.
-Pero tú quieres este niño, ¿verdad?
-¡Claro que sí!
-Has cambiado, ¿eh? -sonrió Eliza-. ¿Dónde está la Lucerito que no quería saber nada de ataduras?
-No sé si he cambiado o si esa otra chica existió de verdad alguna vez.
-Si Manuel te pidiera que te casaras con él, ¿dirías que sí?
-En realidad, me lo pidió cuando le dije que iba a tener un niño. Pero luego se retractó.
-¿Qué?
-Déjalo, te lo explicaré otro día -sonrió Lucero-. Estoy agotada, de verdad. ¿Has visto a Aidan?
-Sí, lo vi ayer.
-¿Y?
-Le conté lo del desequilibrio hormonal.
-¿Y qué dijo?
-No dijo nada. Pero al menos no volvió a hablarme del divorcio.
-Entonces, ¿aún tienes esperanzas de que lo vuestro funcione?
Eliza se encogió de hombros.
-El tiempo lo cura todo, o eso dicen. Venga, vamos a la cama, me estás mirando como me mira Amelia cuando está muerta de sueño -sonrió su amiga, tomándola del brazo-. Por la mañana te encontrarás mucho mejor, ya verás.
Ojalá fuera verdad, pensó Lucero.
Pero mientras veía levantarse el sol al amanecer, seguía sintiendo que el mundo era de un horrible color gris.