Durante el resto de la semana, Lucero se percató de que Manuel hacía un esfuerzo por mantener las distancias. Se trataban con amabilidad, pero él volvía tarde a casa, casi siempre cuando ella ya se había ido a la cama.
Lucero esperaba despierta para oír sus pasos, deseando tener el valor de enfrentarse con él para decirle cuánto lamentaba los errores del pasado.
Cada noche, cuando oía el grifo de la ducha en su cuarto de baño, se atormentaba imaginando su cuerpo desnudo bajo el agua y tenía que hacer un esfuerzo para no saltar de la cama y reunirse con él, como había hecho tantas veces cuando estaban casados.
La realidad era que se sentía sola, más sola que nunca.
Qué diferente habría sido todo si estuvieran juntos de nuevo, si pudieran hacer planes para el futuro de su hijo. Qué diferente si fuese el amor lo que los uniera y no la responsabilidad de ser padres.
El viernes por la noche, Lucero decidió ir al cine en lugar de quedarse en casa esperando... nada. Pero no veía las imágenes, no oía las voces de los actores. Sólo podía pensar en Manuel.
Cuando se encendieron las luces y se levantó del asiento sintió algo en su interior, como las alas de una mariposa atrapada en un tarro de cristal. Era su hijo.
El hijo de Manuel.
Estaba metiendo la llave en la cerradura cuando la puerta se abrió de un tirón. En el pasillo estaba él, furioso.
-Supongo que no tengo derecho a preguntar dónde has estado las últimas -Manuel miró su reloj-cinco horas.
-En el cine -contestó Lucero.
-¿Con quién? -insistió Manuel.
-Yo podría preguntarte lo mismo cada noche, pero no voy a fingir que estoy interesada -replicó ella.
-¿Qué significa eso?
-Que sólo son las diez y media y tú has vuelto a casa toda la semana después de medianoche.
-Estaba trabajando.
-¿Ah, sí? ¿En qué, en tu nueva vida amorosa?
-¿Qué estás diciendo? ¿Cómo voy a tener una vida amorosa si ahora... si ahora tú estás aquí?
-¿Y qué clase de relación es la nuestra, Manuel? Cuéntamelo otra vez, porque no me he enterado.
-Tú lo sabes muy bien.
-A ver si me acuerdo... ah, sí. Estoy embarazada y tú me has chantajeado para que viviera en tu casa. ¿Cómo podría olvidarlo?
-Estás siendo muy poco razonable.
-¿Yo estoy siendo poco razonable?
-Mira, Lucero, yo sólo intento hacer lo que debo...
-¿Ah, sí? Lo que deberías hacer es dejarme en paz.
Manuel se cruzó de brazos.
-Muy bien. Veo que tienes ganas de pelea, así que empieza cuando quieras.
-¡No puedo creer la cara que tienes! Llevo toda la semana sola en casa y para un día que se me ocurre ir al cine tú estás a punto de llamar al FBI. Tú puedes llegar a la hora que quieras, pero si yo llego tarde tenemos una bronca. Esto me suena...
-¿Qué película has visto?
Lucero lo miró, perpleja.
-Pues... no me acuerdo. La verdad es que no me interesaba nada.
-Ya, claro.
-¡Que he estado en el cine!
-Sí, ya.
-Lo que pasa es que, cuando estoy estresada, no me acuerdo de los títulos.
-Te creo -dijo Manuel entonces.
-Estaba distraída, no me acuerdo de la trama. Estaba pensando en otras cosas.
-¿Qué cosas?
-¿Qué es esto, un interrogatorio de los tuyos? ¿Por qué no me cuentas dónde has estado tú todos estos días? -replicó Lucero.
-¿Por qué no me has dicho que no ibas a la oficina?
-No sé, a lo mejor porque nunca estás en casa el tiempo suficiente como para oír una frase completa.
-¿Me has echado de menos? -preguntó Manuel.
-¡No! No te he echado de menos.
-Entonces, ¿por qué quieres saber dónde he estado?
-Pues... no sé por qué tengo yo que decirte dónde voy o dejo de ir si tú no haces lo mismo.
-Ya te he dicho que estaba trabajando. Si no me crees, puedes llamar a mi secretaria.
-Ella dirá lo que tú le hayas pedido que diga -replicó Lucero, sarcástica.
-Te equivocas. Elaine piensa que soy un idiota por haberte tratado como te traté cuando estábamos casados.
-¿Ah, sí?
-Y dice que eres muy simpática, que no entiende por qué te casaste conmigo.
-Qué chica más inteligente.
-Claro que no le he contado el episodio de los jarrones -dijo Manuel entonces.
-Muy gracioso. ¿Por qué no clavas los muebles al suelo, por si acaso se me ocurre añadir una librería a mi repertorio?
-No creo que pudieras tirarme nada más grande que un tiesto.
-Pues te equivocas, soy muy fuerte.
Manuel sonrió mientras se acercaba.
-¿Qué haces?
-Quiero tocarte, para ver si siento al niño.
Lucero dejó que pusiera la mano en su abdomen.
-¿Tú sientes algo?
-Lo he sentido en el cine. Eran como alas de mariposa.
-¿En serio?
-Sí.
-¿Te has preguntado alguna vez a quién va a parecerse?
-Sí.
-Yo también. Me imagino una niña con el pelo castaño... y un carácter de mil demonios.
-Pues yo me imagino un niño de pelo negro y empaque arrogante.
Manuel soltó una carcajada.
-¿Te da miedo el parto? -preguntó después.
-Un poco. A veces... no sé, me gustaría que viviera mi madre. Me gustaría hablar con ella de todo esto.
Él asintió, pensativo.
-Yo estaré a tu lado.
-Sí, pero ¿durante cuánto tiempo?
-¿Cómo? Tú sabes que yo quiero a este niño.
-Al niño, sí.
-¿Crees que no quiero saber nada de ti?
Lucero hizo una mueca.
-No soy precisamente la mujer de tus sueños, ¿no?
-Lu...
-No, déjalo. No me insultes fingiendo que te importo tanto como el niño. Sé lo que va a pasar en cuanto nazca.
-Entonces, a lo mejor te gustaría compartirlo conmigo -dijo Manuel-. Porque no sé de qué estás hablando.
-¿Cuánto tiempo tardarás en pedir la custodia?
-¿Crees que yo haría eso?
-¿No lo harás?
-Claro que no.
-Lo has hecho por otros hombres -le recordó Lucero-. ¿Cómo está Aidan Dangar, por cierto? ¿Habéis estado planeando aniquilar a Eliza durante esta semana?
-Mira, sé cuál es mi reputación... y quizá me la merezco, pero después del divorcio estaba resentido con cualquier mujer que quisiera hacer sufrir a su marido...
-¿Crees que yo quise hacerte sufrir? -lo interrumpió Lucero.
-Quizá no lo hiciste a propósito, pero no puedes negar que estabas amargada y me lo pusiste muy difícil.
-Como tú a mí. Yo puse todo lo que pude en nuestro matrimonio, dejando mi carrera a un lado para que tú pudieras brillar en la tuya. Al final, no me quedó más remedio que marcharme para no acabar como mi madre.
-La situación de tu madre era completamente diferente -replicó Manuel-. No tenías por qué haber tirado la toalla, podríamos haberlo intentado...
-¿Cómo? ¿Olvidándome de mi carrera, quedándome en casa como hizo tu madre? Yo me habría vuelto loca yendo todos los días a la peluquería.
-Mi madre es de otra generación, Lucero.
-Sí, claro, y por eso insistías en tener hijos.
-Pensé que... no sé qué pensé, que así serías más feliz. No quería perderte.
-Pero cuando te dije que quería el divorcio no pusiste ninguna pega.
-Los hombres tenemos nuestro orgullo, Lucero -suspiró Manuel-. Bueno, voy a ducharme. La señora Fingleton ha dejado algo en el horno para ti.
Ella dejó escapar un suspiro mientras lo veía subir la escalera, deseando llamarlo...
La había amado una vez. ¿Podría volver a amarla?