CAPÍTULO 1

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Por fin.

Por fin puedo salir de este lugar. De este oscuro lugar. El lugar que debería haber sido mi dulce hogar, pero que ha sido peor que una eterna pesadilla.

Por fin puedo decir adiós a todos los momentos vividos y a todas las personas que me han acompañado.

Ahora, más que nunca, recuerdo cada instante. Aparecen imágenes en mi mente desde el inicio hasta el final. Desde que llegué con siete años hasta que salgo con dieciocho.

De pequeña, mis padres y mi abuela tenían muy mala relación. Y cuando digo "muy mala", digo "mis padres querían que mi abuela muriese". Si no la mataban posiblemente era para evitarse problemas.

Pero yo no. Durante mis primeros siete años de vida lo único bueno que me pasó fueron los momentos que compartí con ella. Por las mañanas, mientras mis padres hacían no sé qué y mi hermano, que era más mayor, se dedicaba a sus cosas, era mi abuela la que me llevaba al colegio.

Eran quince minutos que alargábamos dando vueltas por la calle para tardar más en llegar durante los que mi abuela me explicaba historias de su infancia. Cada día una. Y nunca repetía. A mí me encantaba saber su historia, era como escuchar un cuento que nunca acababa.

Cuando salía de la escuela mi abuela no podía ir a buscarme porque trabajaba en casa de una familia limpiando. Entonces, Diego, mi hermano, me acompañaba a su casa.

Normalmente ella llegaba más tarde que yo, así que aprovechaba para sentarme en el banco de enfrente de su portal y leía un cuento que el día de antes ella misma me había dado.

Cuando volvía del trabajo siempre me traía algo para merendar y, mientras tanto, jugábamos a algún juego de mesa. Me gustaba mucho que no me dejase ganar, porque eso quería decir que cuando lo hacía era porque realmente lo merecía. Después, hablábamos de cómo nos había ido el día y hacía algunos deberes y, cuando acababa, íbamos juntas hasta la calle anterior a la de mi casa, para que mis padres no la vieran acompañarme. Ellos ni siquiera sabían con quién pasaba el rato o dónde cuando no estaban conmigo.

Cuando llegaba a mi casa toda la alegría y tranquilidad que traía se disipaba en cuanto posaba un pie en el suelo. Normalmente lo primero que escuchaba era a mi madre chillar, quejarse por algo o enviando a sitios poco agradables a mi padre. Él, en respuesta, la perseguía por toda la casa con una mano al aire, esperando el momento exacto para darle un bofetón. Cuando me veía alrededor, fingía que apartaba moscas, pero era evidente que ese no era su objetivo.

Mi madre, en cambio, al verme se limitaba a mirarme con esos ojos que indican un "desaparece de mi vista", así que yo obedecía cabizbaja.

Me acercaba hasta la puerta de la habitación de mi hermano y daba dos toques, tal y como él me había repetido una y mil veces. Rápidamente, abría la puerta y me agarraba del brazo para que entrase. Me miraba un momento fijamente a los ojos y se aseguraba de que no tuviese un rasguño, rutina que llevaba a cabo desde hacía más o menos un año, cuando una noche fui al cuarto de baño y mi padre le dio un golpe más fuerte de lo estrictamente necesario a la puerta, provocando que esta chocase contra mí y me dejase una marca durante casi una semana.

- Pensaba que eras Isabel. – Se limitó a decir.

Isabel era mi madre. Supongo que sigue siéndolo, pero ya no me importa lo más mínimo. Lo mismo ocurre con mi padre.

Nunca entendí por qué Diego llamaba así a nuestra madre, aunque supongo que ahora me lo puedo imaginar.

Tras pasar unas horas sentada en la cama de Diego, mientras él estudiaba o charlaba alegremente con sus amigos, me acompañaba a mi habitación con cuidado de que nuestros padres no nos viesen y nos castigasen por algo de lo que ni siquiera éramos conscientes y me preparaba la cama para dormir. Al principio se quedaba un rato tumbado conmigo, pero al tiempo se cansó y ya solo me daba las buenas noches. Aun así, esa era la mejor parte del día en la casa donde me crie.

Una sombra tras el espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora