Capítulo 7

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Los rayos del sol bañaban la cubierta del barco y la hacían brillar. Pero era, principalmente, porque Satoru llevaba media mañana frotando las maderas con una fregona, así como detalle. Se había levantado temprano, se había vestido, se había metido algo de las provisiones de comida en su estómago, la falta de ellas haciéndole pensar que no tardarían en atracar en un nuevo puerto, y se había puesto a limpiar. No lo había hecho en la vida, pero era gratificante a su manera.

Tenía el vago recuerdo de participar en el mantenimiento de los templos de su isla junto con su familia y vecinos, la atenta mirada de su madre procurando que llenara ese trapo húmedo de polvo y no escapara a jugar a orillas de la playa.

Apoyándose en la baranda de uno de los costados del barco, Satoru se quitó el sudor de la frente con el dorso de la mano y dejó que la brisa marina le refrescara la cara. Desde que el barco volvió a ponerse en movimiento tres semanas atrás, era más fácil que algo de viento acariciara los cuerpos acalorados de esa tripulación.

No te pongas a pensar en caricias.

Un nuevo rubor, nada que ver con el sol que caía sobre su cabeza, cubrió las mejillas de Satoru. Ahora le pasaba muy a menudo.

¡No os hagáis ideas extrañas! ¡Satoru no pensaba todos los días en Suguru!

¡¿Quién pensaba en Suguru?!

¡Él no, desde luego!

Lo único que ocurría era que desde aquella noche, su vida dio un nuevo giro. Empezando por el humillante regreso a su camarote con piernas temblorosas, un camisón arrugado y una entrepierna ardiendo. A Satoru le gustaría decir que se acurrucó en su cama tras comprobar que el capitán seguía dormido como un tronco y se forzó a contar ovejas hasta quedarse dormido.

La realidad era que acabó tocándose. Casi con rabia, Satoru se dijo que se frotaría hasta calmar ese bultito de nervios entre sus piernas, nada de buscar placer. Se sentía alterado y quería dormir bien, eso era todo. Esa maldita sirena había ignorado tocar su clítoris, pensó el chico con vergüenza. Vergüenza porque Satoru podía imaginar más que recordar la cara de satisfacción de Suguru al ver que el humano caía rendido a sus pies con dos rápidos lengüetazos. Y esquivando la zona más erógena de su cuerpo.

En fin, cuando quiso darse cuenta, el chico tenía dos dedos en su interior y se retorcía en su pequeña cama. Imitando los movimientos de la lengua de Suguru, Satoru presionaba dentro de él y soltaba, movía los dedos en círculos y volvía a presionar. Era como tirar de una cuerda muy tensa y dejarla ir cuando estaba a punto de romperse, sólo para acabar tirando más fuerte de ella.

Satoru imaginó la sonrisa cruel de la sirena y su mano se movió con más fuerza. Los sonidos que pudieran salir de su boca los cubría mordiendo su almohada, pero poco podía hacer con los que hacían sus dedos entrando y saliendo de su coño.

Para bien o para mal, el joven de cabellos plateados siempre era tratado como algo especial y delicado. Pero Suguru quería usarlo esa noche.

Dios, había algo mal en Satoru si ese pensamiento fue el que lo llevó al orgasmo.

La cosa no acabó ahí, por supuesto. Satoru siempre se había tocado de manera esporádica. Era un chico joven con mucha energía acumulada y el capitán roncaba muy fuerte, ¿por qué no?

¿Qué importaba que Suguru pasara por su mente de vez en cuando? ¿No era eso algo natural? ¿No era natural irse a dormir con alguien atractivo rondando tu mente? ¿Estimularte pensando en sus manos? ¿En sus ojos? ¿En sus labios? ¿En su lengua exquisitamente alargada?

Pues eso.

—¡Satoru! —gritó una voz desde alguna parte del barco.

Sus fantasías con la sirena eran lo de menos. Aquí el problema era otro.

La noche tiene escamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora