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Año 1363,Tercer mes del Calendario Ahnssico

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Año 1363,
Tercer mes del Calendario Ahnssico.
Marquesado de Bansol, Imperio Andul.


Dolor.

Sangre.

Un color carmesí brota de la punta de mi dedo índice. Aprieto los labios al sentir el ardor en la diminuta herida y doy un paso atrás, alejándome del arbusto. La espina de la rosa que acabo de cortar ha traspasado la delgada tela del guante blanco, enterrándose en mi piel.

Bajo la mirada para verificar que aquella gota roja no ha manchado mi vestido de encaje color marfil, y suspiro al confirmar que me he librado de ser la vergüenza de la tarde. 

Sujeto cuidadosamente el tallo de la flor y la coloco dentro de la canasta hecha de mimbre, pretendiendo estar calmada ante lo que ha sucedido. El impacto de un calzado contra el suelo me obliga a mantener la compostura, en especial porque soy incapaz de identificar a su dueño.

Carraspeo, mientras retiro con disimulo las prendas que me cubren las manos, y en cuanto consigo esconderlas en el fondo de la canasta, retrocedo un poco más. Irgo la espalda, fijo la mirada en el rosal y respiro profundo.

La primera regla del Código de Damas, que la Marquesa de Bansol nos ha obligado a memorizar desde que inició nuestro intensivo curso de etiqueta social, me resuena en la cabeza.

No puedo mostrar un leve signo de debilidad. Nadie debe saber cómo me siento. 

Cierro los ojos por un instante y trato de deshacerme de la imagen mental del engreído rostro de la marquesa. Sus interminables sermones pronto parecen ser recitados por una voz en mi interior, lo que me hace sentir un escalofrío en la espalda.

Durante los últimos tres meses, he sido obligada a asistir a las clases de preparación para la ceremonia de mayoría de edad; incluso me vi forzada a mudarme a la mansión de la marquesa de Bansol. Desde entonces, le he guardado un profundo rencor a la nobleza; las reglas con las que actúan son, hasta cierto punto, demasiado limitantes.

El Código de Damas es una prueba de ello; todo, absolutamente todo, inicia con un No.

—Señorita Dhal —me llama Dorotheo, el mayordomo de la marquesa—. La están esperando en el interior del invernadero. La hora del té está por comenzar.

Echo una mirada al pequeño corte que me he hecho en el dedo, divisando la pequeña marca roja del pinchazo, y sujeto la canasta con fuerza, obligándome a olvidar aquella sensación de ardor. 

Escondo la cesta repleta de rosas detrás de mi espalda y me doy media vuelta para recibir al hombre. Hago una reverencia, y en el transcurso, aprovecho para examinar cada detalle de su atuendo.

El elegante traje negro que luce, el cual resalta su singular cabello blanco y los diamantes que lleva por botones, indica la diferencia de estatus entre ambos. Antes de ser un mayordomo, el señor Dorotheo fue un importante conde en el sur del Imperio.

El Jardín de Rosas | Park SunghoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora