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Año 1363

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Año 1363.
Calabozo del Palacio Imperial
Capital Bhendri, Imperio Andul.                       
                                                                               

—¡Hora de la comida, parásitos!

El grito del oficial ocasiona que abra los ojos de golpe, asustada. La oscuridad que me recibe al instante me recuerda que he sido encerrada en una celda; el olor a moho que exudan las paredes, así como los gritos de dolor de los demás presos, me lo confirman.

Apoyo la palma de mi mano sobre el piso y ejerzo un poco de fuerza para levantar mi débil cuerpo. La mejilla derecha de mi rostro ha estado descansando sobre el suelo sucio, así que, en cuanto consigo recargarme sobre el frío muro de piedra, la siento adolorida.

Mientras me sobo el pómulo, observo con dificultad la bandeja que ha sido abandonada al otro lado de las rejas. Debido al oscuro interior del calabozo, solo consigo divisar el tenue reflejo de las antorchas sobre el recipiente de plata.

Trago duro, ligeramente desesperada por alcanzar la primera comida del día. Aunque sé que es un pedazo de pan seco, como los otros dos que me he devorado hasta ahora, el hambre me hace desear darle una mordida.

El vacío en mi estómago me incita a ponerme de pie, así que tomo un profundo respiro y apoyo ambas manos sobre el suelo. Sin embargo, fracaso terriblemente en mi intento de levantarme; el dolor que se expande por cada extremidad de mi cuerpo me impide moverme, sin mencionar el grillete que me han colocado en el tobillo derecho.

Descanso la espalda en la pared, agotada por ese simple esfuerzo. Los golpes que me proporcionaron los guardias por negarme a subir al carruaje, y las patadas que recibí justo antes de que fuera encerrada en esta celda, aún duelen.

No me han tenido piedad, ni siquiera un poco de compasión.

A pesar de que he sido inculpada por un delito menor, el trato que me han brindado hasta ahora me hace sentir como el más peligroso de los criminales del Imperio. Me han hecho sentir como una escoria; una aborrecible delincuente.

Cierro los ojos y aprieto los labios para impedir que un quejido se me escape. En cuanto consigo concentrarme en calmar el dolor, el hedor a sangre seca, humedad y excremento me revuelve el estómago.

El apetito que había experimentado segundos atrás es reemplazado por intensas náuseas, son tantas que me cubro la boca y la nariz con el dorso de mi mano. Intento reprimir el asco que por poco ocasiona que regurgite los restos de pan que consumí hace varias horas, y me dedico a tomar lentas respiraciones hasta que venzo esa desagradable sensación.

No sé cómo he podido quedarme dormida en un lugar como este. Tal vez ha sido el cansancio, al igual que la falta de sueño, los que ocasionaron que perdiera la consciencia.

Desde que subí a la carroza hasta que terminé encerrada en esta celda, no tuve ni una sola oportunidad de descansar. No podía permitirme bajar la guardia, no mientras estuviera rodeada de los hombres que me habían golpeado sin misericordia.

El Jardín de Rosas | Park SunghoonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora