Tus abrazos

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El amor es el reencuentro de dos almas que desean volver a ser una.

—Anónimo—

Julia no se quitó jamás esa mochila cargada de angustia y sufrimiento, la llevó durante toda su vida. Los recuerdos de aquel día no la dejaban respirar, su corazón completamente estrujado.

Pasaron al menos dos años, Amanda tendría cuatro años y medio si su vida no hubiera sido truncada. Poco vivió, pero fue lo suficiente para darse cuenta que la asfixia por ahogamiento es totalmente sufrible, desesperante, el peso de la ropa la precipitó al fondo, el corazón, que ya no tenía motivos para continuar latiendo, se detuvo por la eternidad.

Poco fue lo que pudo hacer su madre, sacarla luego de varios intentos, entre la locura, la desesperación. La colocó en la superficie plana y segura, se percató del color pálido del cuerpo de la pequeña, fría, los labios morados, sus pelos tapaban parte del rostro, los párpados entrecerrados, lejanía y oscuridad.

La casa perdió su esplendor, los momentos dejaron de teñirse de alegrías, la vida de pareja se dejó carcomer por las culpas. Dolía tanto que tomaron la decisión de venderla y con ella el recuerdo.

Sin más remedio, Julia se fue a vivir a la casa de su madre; de un estilo colonial, grandes ventanas de madera, las persianas blancas haciendo juego con la puerta principal, una entrada perfectamente diseñada, amplia para el ingreso y egreso de vehículos, también pavimentada, su extensión conectaba la vereda con los escalones del porche, a lado del camino el parqueado era envidiable, los arbustos tupidos perfectamente cortados en forma de copa, algunas plantas de temporada dejaban relucir sus colores, el césped a la altura ideal. Solían ocuparlas inquilinos adultos que podían tener una cuota de interés en el cuidado y mantenimiento.

Los recuerdos de su madre ocupaban un lugar en la casa; en una pequeña bodega que solía albergar los más finos vinos, ésta se convirtió en el resguardo de aquellas cajas. Las llaves siempre las tuvo Julia, enganchadas en el llavero plateado con forma de oso —regalo de unos tantos viajes de su padre al exterior—, varías veces las contempló, quería volver, revisar y sentir nostalgia, saber que su madre sigue viva.

Enel día del aniversario de Amanda tomó la decisión de bajar, abrir la puerta y desempolvar todo aquello, y no fue así hasta pasada la tarde. De a poco el sol iba dejando sus últimos rayos, las luces del jardín se encendían, la vorágine del día comenzaba a pasar y la calma del anochecer realizaba su entrada.Después de algunas botellas de vinos, pastillas en cantidad, llorar —como todos los días— se levantó del sillón, caminó con pasos adormecidos, el cuerpo le pesaba, cargaba mil quilos en sus hombros, encendió algunas luces mientras se habría camino. El calor había comenzado a aplacarse, el ambiente se tornaba un poco más respirable. Siguió adelante, un paso a la vez, los pies descalzos se deslizaban rasposamente —un paso a la vez —se decía. No pensaba demasiado,Llegando a un punto casi sin retorno. Encendió la última luz que le dejó ver la puerta del sótano. La tomó del picaporte, dándole un giro y empujando la abrió,una brisa fría mezclada con olor a humedad la golpeó, estremeciéndola —pero no lo suficiente para detenerse— descendió por los escalones que crujían a cada pisada. Buscó con su mirada el lugar, no vio alrededor, solo hacia donde quería llegar. De los bolsillos de short tomó las llaves, trató de acertar en la cerradura pero sus movimientos torpes las dejaron caer, al agacharse para juntarlas se percató de sus pies,estaban sucios, habían perdido su color natural, sus manos estaban lastimadas por el salpullido, sus brazos desnudos dejaban ver su descenso rápido de peso,la remera musculosa blanca también cubierta por la suciedad del lugar, —hace días que tengo la misma ropa —pensó.Levantó las llaves, y con un movimiento más asertivo logró encajarla y abrir. 

MALDADES TEMPRANASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora