EMPAÑADO

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Cuando mamá nos dijo a Celeste y a mí de mudarnos a la casa de la abuela la idea me pareció increíble. Las visitas en esa casa eran las más agradables y cálidas. A Celeste no le gusta tanto, tenía que dejar a sus amigas y al noviecito de hace tres meses. La ciudad es mucho más prometedora que el campo, pero bueno, mamá era mamá, cuando algo se le metía en la cabeza así tenía que ser. Las palpitaciones y los presentimientos eran moneda corriente.

-Escribile a tu padre, espero que no haya pasado nada.- mientras revolvía el puchero con la mano temblorosa-. Esa cosa que me agarra en el pecho. Dale Gabriel haceme el favor y no des tantas vueltas, es un mensaje.

Hasta que un día el camionero no vio el auto de papá parado en el embotellamiento. Lo envistió haciéndolo desaparecer en un instante. En esa zona siempre fue densa la neblina.

Las primeras semanas que faltó papá en la casa, dormíamos los tres juntos. Mamá nos abrazaba tan fuerte que a veces nos cortaba la respiración. Fueron muchas las noches que el llanto nos anestesió y así dormir por lo menos algunas horas. Ella nunca regresó a la habitación, dormía en nuestro dormitorio; juntábamos las camas y se acurrucaba en el centro. Así pasamos meses hasta que un día soleado de primavera llegó la tía que vivía en el sur, y gracias a ella pudimos tener algo de orden en nuestra casa; decoró las habitaciones y todo los espacios, lo que fue alguna vez el cuarto de mis padres pasó a ser un depósito. Solo en una semana, lo que duró la estadía de la tía Nilda, bastó para cambiarnos la vida. En su despedida también nos angustiamos, pero sabíamos que se iba y nos dejaba rearmada un pedazo de nuestra vida.

Simplemente pasaron los años y mamá no fue la misma de siempre, decidió quedarse sola; otro después de papá no hubo.

Llegando a la casa de la abuela, luego de tres horas de viaje, el pueblo pareciera estar en pleno abandono; el almacén donde comprábamos los caramelos de eucalipto que le gustaban al abuelo, estaba en ruinas, un árbol gigantesco le había crecido en su interior, la panadería de doña Rita se había venido abajo, las calles eran difíciles de distinguir; el pasto cubría la mayor parte, todas las casas junto con sus habitantes habían desaparecido; lo que algunas vez fue el pueblo no estaba. 

La última sobreviviente del exilio fue mi abuela; no quiso dejar sus raíces,creció y murió en el mismo lugar. Yo quería llegar, no podía disimular mis ganas de estar ahí, hermosos recuerdos; los animales, el campo enorme rodeados por lagunas, arroyos para ir a pescar, los paseos a caballo, el árbol en el patio de atrás con una hamaca hecha de una cubierta vieja del rastrojero del abuelo y una soga que encontró en el depósito junto a la casa; solía guardar de todo ese viejo, siempre pensado que alguna utilidad les encontraría. Me hamacaba toda la mañana y toda la tarde, solamente paraba para comer o cuando ya era demasiado de noche. Mi juego preferido desapareció después de que el"tata", que así lo llamábamos sus nietos, decidió colgarse. Lo encontró la abuela cuando salió al patio a ver por qué se demoraba tanto en ir a buscar una calabaza de su gigantesca huerta. Fue hasta el depósito buscó la escalera, la apoyó sobre el árbol, primero cortó la soga para desprender la cubierta,enroscó la soga entre las arrugas de su cuello, subió hasta la primera rama y de ahí se arrojó. Su pescuezo se estiro, los pies casi tocaban el suelo, los fluidos corrieron por todo su pantalón saliendo por las botamangas, la lengua y los ojos salidos de su lugar.

Celeste tenía puesto los auriculares escuchando esa música que solo a las adolescentes les gusta, esos grupos de moda que dentro de unos meses no son nadie. Miraba por la ventanilla a la nada misma, mientras masticaba el mismo chicle de hace dos días. Mamá concentrada en el camino, no se acordaba bien como llegar, su instinto era el faro en la niebla.

Unos minutos después estábamos entrando al campo de los abuelos, solo había que atravesar la colina que tapaba la casa. Mamá detuvo el auto en la tranquera, le pidió a Celeste que bajara para abrirla; de malas ganas accedió, como era la más grande, creyó que iba a poder sola, al ver que ese portón pesado no se movía, hacia señas para que bajara y la ayudara, fue así que entre los dos dejamos el paso libre. Quise caminar, tuve intención de proponerle descender juntos hasta la casa, pero ella no iba a permitir ensuciarse con el rocío del campo las zapatillas que su novio le regaló, así que me lo callé. Mientras veía que la parte de atrás del auto se alejaba con cada paso, el viento otoñal invadía mi cuerpo, helando mi nariz y pómulos. Ajusté mi campera, apreté más la bufanda y continué la caminata, los pies se comenzaron a humedecer, el sol tiraba ya casi sus últimos rayos; decorando, de un anaranjado rojizo, las malezas que se alzaban a un lado del camino. A lo lejos pude ver como descargaban las cosas del baúl; habíamos traído lo esencial para pasar una o dos noches, hasta que el camión de la mudanza llegara.

MALDADES TEMPRANASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora