Extendió por último el mantel, mientras el sol calentaba la mañana otoñal de abril, el olor a jabón y a suavizante de la ropa recién colgada le traslucía recuerdos. Brenda no abandona el campo, los amaneceres, las heladas y los días de sol que traen olores. Su abuela preparando el mate mientras se hornea un bizcochuelo, el azúcar quemada que se derrite y se mezcla y con las cáscaras de naranjas, el mate enlozado y de una sola oreja, con cuidado hija está caliente, le decía mientras Brenda trataba de no quemarse, y el mantel sobre la mesa de madera, con adornos de flores desprendía manchas de años de ricas comida, jugos y vinos, las fragancias eran únicas y socavaron hondo, puede transportarse y perderse en los recuerdos de años que pasaron. La ciudad no le da lo que siempre vivió, solo es una opción sin remedios, los abuelos mueren como ley de vida, solo los recuerdos se mantienen vivos y en el mantel se escondían decenas de risas, juntadas, comidas desparramadas entrañables. Lo conservaría hasta su muerte.
Las voces de los vecinos la trajeron nuevamente a su realidad, las voces de aniñadas se escuchaban continuamente, se imaginó la vida de aquella familia; si existía un padre o una madre que los cuidara, oía voces pequeñas, por encima de las chapas que se extendían a lo largo del patio, dividiendo los terrenos, nunca se atrevió a espiar, nunca se percató que podría haber personas viviendo del otro lado del muro oxidado.
El sol fuerte de la tarde había secado toda la ropa, aprendió de su abuela al mismo momento que la destiende la dobla y así ya deja todo listo, solo le queda guardar. Quito la última remera, hizo silencio, tuvo la necesidad de escuchar, lo que había descubierto hoy más temprano lo hizo ruido toda la tarde, la culpa la devoraba por dentro. Aguantó la respiración, estiró el cuello lo más que pudo, solo el eco de sonidos alejados, del barrio viviendo, esta vez no tuvo nada para imaginar de la vida de los vecinos sin nombres y rostros.
Los niños jugaban, entre fuentones de agua, por primera vez creyó saber que su madre los estaba cuidando mientras el ruido del lavarropa de dos paletas trabajaba, los olores a jabón blanco saltaron el muro de chapa y entraron por la nariz de Brenda. La familia tomaba forma en su mente, el paisaje sonoro le satisfacía, podía verlos y sentirlos. El humo se empezó a elevar, podía entender que el fuego calentaba alguna olla que más adelante se transformaría en la comida del día. El rancho se elevaba bajo, paredes amarillas, techo de chapa herrumbradas que lo cubrían con un nylon grande y lo apretaban con ladrillos, —el agua de lluvia durante las tormentas era traicionero inundando las casas—. Los fuentones estaban cerca del excusado, blanqueando ropa que luego tenderían al sol. Brenda no podía dejar de pintar aquel panorama que sus vecinos le mostraban, nunca hablo con ellos, no conocía su historia, era un rancho perdido en la jungla de casas de clase media, el único que perduró en el tiempo. Pasaban de ser percibidos, no existían para las demás familias, no había una razón de importancia más que mirar su propio ombligo, incluso Brenda desde hace años lindaba su patio con el de ellos, no los conocía, para ella solo eran voces que formaban parte del paisaje al igual que los teros que siempre la despiertan de la siesta, los perros que ladran, los gallos que marcan territorio cantando uno más fuerte que el otro, o las motos que aceleraban haciendo sonar los caños de escape y que más de una vez quiso que en la esquina se destrocen contra un auto, solo eran parte del paisaje nunca nadie le prestó atención. Aquella familia que se detuvo en el tiempo, la luz eléctrica nunca les llegó y el agua fresca del pozo aún los abastecía.
Brenda los desapareció de la misma forma que el resto.
Esa noche el viento golpeó con violencia, la lluvia remolineaba enfurecida, Brenda no pudo dormir, hace tiempo que las tormentas la desvelan sin miedo, las ama; siente su cuerpo estremecerse de placer, su piel se eriza, parece escuchar cada golpe de gota en las chapas, abre las persianas del ventanal de su pieza y deja que la lluvia golpee el vidrio y las nubes destellando, creando estrías de luces entran en sus ojos, se desvanece entre las sábanas y deja que la suavidad de sus manos encuentren puntos que la deshacen aún más. Quedó dormida, despertó y la lluvia ya había parado, las nubes naranjas corrían apresuradas en el cielo, pensó por un instante que el amanecer sería celeste. No supo la hora, no le gusta fijarse, sentía que el sueño tendría fecha de caducidad y no disfrutaría dormir sabiendo que le faltaban algunas horas para despertar nuevamente. Cerró las persianas, buscó una manta y continuó durmiendo. Esta vez fue cruel con ella misma, quiso despertar, que el sueño se esfumara. Los vio reales, como partícipes de la escena de una película con un desenlace fatal; el rancho olía a hollín, la cama destendida, los manchones marrones cubrían gran parte, el bracero tibio, los hilos de de humo se perdían en la habitación. Junto a la cama, la cuna acumulaba ropa en cantidad, solo un pequeño espacio libre. Por un momento el rancho la apretó, se sofocó, buscó la puerta, empujó con fuerza y salió con cuidado de no golpearse la cabeza. Los resplandores amarillentos con naranja sobresalían en la noche helada que rompía los huesos. Con una pequeña lámpara a kerosene iluminaba su trayecto, uno de los niños jugaba en el patio de tierra, mientras su madre sostenía al otro,<<le daba de amamantar>>. Los olores retorcieron el estómago de Brenda, los moscardones, que se acumulaban sobre la pequeña familia, desprendían sus colores verdes metalizados, el enjambre crecía y el sonido la abrumaba. La escena se repetía una y otra vez, el rancho, los olores, el patio y la familia abarrotada de moscardones.
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MALDADES TEMPRANAS
HorrorAquí las historias te resultarán viscerales, se enquistarán; por las noches quizas no duermas, durante el día estarás incómodo, poco a poco ocuparán tu vida diaria. Lo importante es que son solo historias que buscan su propio lugar donde habitar.