Capítulo 8. Muerte.

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—¿Artea?

—¡Por favor, ayúdame!

—¿Por qué estás en una celda?

—No puedo explicarte ahora, mi amiga está en peligro, por favor ayúdame a salir.

—¡Sí!

—Por cierto, mi nombre es Braco —dijo mientras abría la puerta de la celda.

—Lo siento, no puedo ahora. —salió corriendo.

—Perdona —susurró avergonzado.

El día estaba aclarando y el cantar de los gallos se escuchaba en todas direcciones. Artea corría por el patio trasero del castillo, entre los establos y los gallineros, los cerdos gruñían mientras se alimentaban de los desperdicios de comida.

Artea se detuvo de pronto, con su vista aterrada puesta en la ventana de una habitación.

—¡No! —gritó.

Su piel se erizó. Dalia había saltado.

La vidente cayó de rodillas devastada, sus lágrimas brotaron como un río.

Dos soldados se acercaron a ella al escuchar su grito e inmediatamente se percataron del cuerpo que pendía de la ventana.

Braco se apresuró a llegar al lugar donde creyó escuchar a Artea y la vio de rodillas mirando hacia la ventana junto a los dos soldados.

—¡Vayan, ahora! —ordenó.

Los dos soldados corrieron hacia el castillo, para intentar salvar a Dalia.

Braco se agachó y abrazó a la joven, ella se aferró a su antebrazo, sin emitir ningún sonido, solo sus lágrimas corrían por su rostro sin control.



—¿Qué sucede? —La nodriza se levantó de su cama al escuchar los pasos apresurados en el pasillo.

Abrió la puerta de su cámara y vio a dos soldados entrar a la habitación que se encontraba a tres habitaciones de distancia. Caminó de prisa, sabiendo a quién pertenecía aquel aposento.

Cubrió su boca al entrar y ver cómo los soldados ayudaban a otro soldado, que ya se encontraba en la habitación, a subir el cuerpo de Dalia y lo acomodaban en el suelo.

—Está muerta —dijo uno de ellos—. Creo que se rompió el cuello.

Beata puso atención enel cuello violáceo de Dalia y su conmoción la hizo marearse. Pronto el resto de las doncellas se acercaron para saber qué sucedía y se escandalizaban al ver el cuerpo.


El Rey se sentó en su trono conmocionado por la noticia de la muerte de la doncella e imaginó lo sucedido, pensaba en la visita de la vidente y su Reina en plena madrugada y se atormentaba por la decisión que había tomado. Sabía que su cruel hermana había hecho algo demasiado desagradable con ella para orillarla a quitarse la vida.

—Su Majestad. —Lea entró al salón del trono.

—Dime, niña. ¿Qué deseas?

Herea entró detrás de Lea y se aproximó al Rey, pero no le dirigió palabra alguna, solo tomó el asiento que le correspondía.

—Usted dijo —continuó Lea—, que cualquiera que le diera información acerca de la nodriza, de sus malos actos, sería recompensado. ¿Su palabra aún sigue en pie?

La Bruja y el Dragón doradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora